El hecho de que Colombia haya elegido presidente a un ciudadano que perteneció a una organización subversiva es un logro de la democracia colombiana. Es más: aunque algunos medios y no pocos analistas y comentaristas usaron el término “exguerrillero” para tratar de estigmatizar al candidato, lo cierto es que esa etiqueta debería servir para honrar nuestra evolución política.
La llegada de Gustavo Petro a la más alta posición del Estado es una demostración de que, a pesar de sus numerosas imperfecciones, el sistema político colombiano permite el al poder por la vía de las urnas a personas de todas las tendencias ideológicas, y es a la vez una prueba de que vale la pena cambiar las balas por los votos. Es una clara evidencia de que es posible alcanzar pacífica y democráticamente los cargos desde los cuales se pueden promover las reformas que requiere nuestra sociedad; que no son pocas.
Con el triunfo de Petro se instala la izquierda en la sede de gobierno, cuestión que alegra a muchos, ofende a unos, decepciona a otros y asusta a otros más. Y aunque, debido a las polémicas propuestas que surgieron al calor de la campaña presidencial, hay razones que justifican tales prevenciones, es prematuro ponerse los salvavidas antes de que zarpe el barco.
La izquierda ya ha gobernado en Bogotá y otras capitales, y no ha habido mayores sobresaltos institucionales.
No hay que olvidar que la izquierda ya ha gobernado en Bogotá y otras capitales, como Medellín, Cali o Pasto, y no ha habido mayores sobresaltos institucionales. Es decir, en ninguno de estos casos la llegada de la izquierda fue el fin del mundo, sino que, por el contrario, ha contribuido a ampliar el espectro político, que es lo deseable en un sistema democrático. “No es lo mismo una alcaldía que la presidencia de la República”, me han dicho algunos, y puede que tengan razón. Sin embargo, eso tampoco es un argumento suficiente para vaticinar un desastre.
En una entrevista publicada en Semana en vísperas de la segunda vuelta, James Robinson, autor del best seller Por qué fracasan las naciones, decía que suponer que Colombia podría volverse como Venezuela “es una reacción exagerada y masiva”, pues el jefe del Pacto Histórico “no es tan popular en las Fuerzas Armadas, porque fue parte de un movimiento guerrillero”. Además, explicó que, a diferencia de lo que ha ocurrido en otros países de la región que han sido gobernados por líderes de izquierda, el mandato de Petro podría tener “muchas características colombianas, y eso lo haría mucho menos radical de lo que la gente teme”.
En su primer discurso como presidente electo, Petro dijo que “la oposición será bienvenida al Palacio de Nariño, para conversar sobre los problemas del país”. Y a renglón seguido afirmó que “nunca habrá persecución política ni jurídica contra la oposición; solo habrá respeto y diálogo”.
Aunque casi todos los presidentes han sido flojos, la mayoría de ellos ha respetado la Constitución. Por eso, desde el punto de vista meramente institucional –y más allá de consideraciones políticas o de indicadores macroeconómicos, que siempre son debatibles–, lo deseable sería que Petro condujera el país emulando a figuras de la izquierda como Luiz Inácio Lula da Silva, Michelle Bachelet o Pepe Mujica, en vez de ceder a las tentaciones autoritarias de aquellos sátrapas que tanto dolor y miseria han sembrado en el vecindario.
Gustavo Petro no puede dilapidar esta oportunidad histórica. De él y de su equipo de gobierno depende que a mediano plazo tengamos una sana alternancia política entre la izquierda y otras ideologías, o que luego de su mandato se cierren para otras figuras de la izquierda esas pesadas puertas del poder, tan difíciles de abrir. Por los próximos cuatro años las llaves de esa cerradura estarán en las manos de Petro. Ojalá que no las extravíe.
VLADDO