Hay un factor diferencial entre los países más avanzados y los menos desarrollados. Y no me refiero al crecimiento económico, militar, científico o industrial, sino al desarrollo como sociedad, a ese indicador que mide el nivel de bienestar de una comunidad, pero también, y sobre todo, la condición humana de sus integrantes.
Un rasgo particular y envidiable de esos países es el respeto absoluto por la vida; donde la violencia no es el pan de cada día. Así se puede apreciar en la nueva entrega del ‘Índice de paz mundial’, divulgado este mes por el Instituto para la Economía y la Paz, con sede en Sídney, en el que se hace una clasificación de los países según sus cifras de violencia. En el listado de este año, el país con el peor registro es Yemen, ubicado en el puesto 163; antecedido por Sudán (162), Sudán del Sur (161), Afganistán (160) y Ucrania, que lleva más de dos años en guerra, en el puesto 159. Y en el otro extremo, con los datos más favorables, están ubicados Islandia, como el país más pacífico del mundo; seguido por Irlanda, Austria, Nueva Zelanda y Singapur.
Colombia ocupa el lugar 146, y aunque no está taaan mal ubicado, todavía dista mucho de ser un país pacífico, y quedó por cuarto año consecutivo como el más violento de todo el continente americano, por debajo –quién lo creyera– de Haití (143), Venezuela (142), México (138) y Estados Unidos (132).
A pesar de los planes y discursos sobre la paz total que tanto pregona la actual istración, y de los deseos del propio Gustavo Petro de “expandir el virus de la vida por las estrellas del universo”, lo cierto es que las estadísticas arrojan unos resultados entre aterradores y deprimentes. De acuerdo con un informe de comienzos de este año del Ministerio de Defensa Nacional, en el 2023 hubo en Colombia un total de 13.432 homicidios; lo que equivale a un promedio de 258 muertes por semana; es decir, 36 por día; una cantidad alarmante en cualquier país escasamente civilizado.
Seguimos siendo en esencia una sociedad salvaje, en la que es demasiado fácil convertirse en víctima fatal de la violencia.
Para poner las cosas en contexto, vale la pena tener en cuenta que España –tierra que tanto nos gusta y con la que tenemos estrechos vínculos históricos– tuvo en todo el año pasado 336 homicidios; casi los mismos que hay en Colombia en un lapso de diez días. En términos porcentuales, y teniendo en cuenta la población de uno y otro país, la tasa de homicidios por cada 100.000 habitantes en España es de 0,61 frente a 26,88 en nuestro territorio.
Este panorama tan poco halagüeño es un balde de agua fría que nos debería servir para recordar que aunque tengamos concesionarios de carros de lujo, relojes de marca, tiendas de ropa muy fina, teléfonos de alta gama e internet 5-G, todavía vivimos en un país primitivo, donde la muerte es paisaje; situación contraria a la que se presenta en las regiones más pacíficas del mundo, en las que, como proclamaba Antanas Mockus, “la vida es sagrada”, postulado que por aquí es letra muerta. Literalmente.
Como si fuera poco, la violencia también tiene un alto impacto económico, pues según el citado informe, “los países afectados por conflictos de alta intensidad sufren costos más elevados por las muertes causadas, y por las pérdidas ocasionadas por los refugiados y los desplazados internos, así como por los homicidios”. Entre esos países, desde luego, figura Colombia, donde el costo de la violencia representa un 33,77 % del producto interno bruto; suma que equivaldría a unas 25 reformas tributarias.
Mejor dicho, esos brochazos de desarrollo –por muy vistosos que sean– no alcanzan para maquillar nuestra realidad, pues al fin y al cabo seguimos siendo en esencia una sociedad salvaje, en la que es demasiado fácil convertirse en víctima fatal de la violencia, sin que nadie se conmueva.