imagen y semejanza divina, ¿cuál de los seres humanos, en el campo de la creatividad artística, sería el más propenso a encarnarse en esa afirmación? Para mí, son los escritores que gozan del talento para abrir mundos nuevos, habitarlos con personajes que los lectores terminamos, o no, convirtiendo en nuestros amigos, y hacerlos vivir historias que nos envuelven con el máximo interés por lo que les sucede en el transcurso de sus tiempos literarios de existencia. Hasta el punto de llegar a convertirlos en lo que Dios mismo no hizo: en seres inmortales. Para citar un ejemplo, Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes.
Con esta convicción que aún no abandono, tuve, después de un grato concierto en Ciudad de México, hace ya más de dos décadas, la feliz oportunidad de hacerle esta pregunta a uno de nuestros más grandes: Álvaro Mutis. Con su sonora carcajada, me respondió: Y usted, Martha, ¿quién cree que sea?
Le respondí que, teniendo entre mis personajes favoritos a Ilona, la que llega con la lluvia, y a Maqroll el Gaviero, ambos por él concebidos en sus respectivas novelas, me había enamorado de ellos y de sus mundos y los llevaba en mi corazón de lectora, y no me cabía duda alguna sobre la cercanía del talento de los escritores con esa afirmación bíblica.
Me miró sonriendo de nuevo y dijo: Estás equivocada. El creador humano más cercano a lo divino es el músico, porque tan solo con el sonido tiene el poder de tocar la sensibilidad y producir emociones de escalofriante belleza en quienes lo escuchan. Los escritores tenemos que valernos del puente de la palabra para que, si somos afortunados, logremos un pálpito de entusiasmo en nuestros lectores. De manera que, en términos de inmediatez, la palabra y su durísima elaboración son lo que nos limita. No así la sutileza mágica de un simple sonido que se expande por el aire y llega al alma y en el alma crece, y puede tocar miles de almas en un mismo instante.
Murakami nos involucra y emociona con sus reflexiones sobre la naturaleza del ser humano y nos cuestiona: ‘¿Es un punto débil lo mismo que un defecto?’.
Lo escuché fascinada. Pero en estos días en los que leo a Haruki Murakami y su novela La ciudad y sus muros inciertos, volvió a mi memoria esta deliciosa conversación que me permitió afirmarme en mi parecer inicial, aunque el sentir de Mutis fuera tan bien argumentado.
La fuerza comunicativa de este escritor japonés, la manera como convierte una ciudad imaginaria en un espacio universal y a sus habitantes, en seres que exponen su humanidad con la sensibilidad de sus cinco sentidos, porque son capaces de hacernos escuchar, ver, degustar, oler y palpar. Murakami nos involucra y emociona con sus reflexiones sobre la naturaleza del ser humano: "No hay persona en el mundo que no guarde un secreto en lo más recóndito de su corazón". Y nos cuestiona: "¿Es un punto débil lo mismo que un defecto?".
Describe la belleza femenina como lo inefable que paraliza y solo nos permite mirarla. Propone la importancia del silencio cuando la mente se pone rígida. Otorga olores a las lágrimas: "La generosidad, el encanto, el candor o la sublime melancolía". Nos pregunta: "¿Qué valor tiene un amor que no anhela ni pide eternidad?".
Una misteriosa ciudad con una biblioteca que, en vez de libros, está repleta de viejos sueños cubiertos de polvo. Una metáfora del mundo interior en el que habita el yo más auténtico de la protagonista. Por fuera de sus muros inciertos, en el mundo exterior, no hay sino una sombra de ella misma. Su amante se pregunta en cual de esos mundos debe quedarse.
Una invitación a "escaparnos de los rígidos limites de la lógica para abrirles espacio a los sueños y a las sombras". Un acercamiento de las palabras de su autor a la originalidad de lo divino.