Tiene valor simbólico que el esperado nombramiento del ministro de Cultura haya sido anunciado precisamente la semana pasada y que el elegido sea Juan David Correa, aquel editor que unas semanas atrás renunció a su trabajo en la editorial Planeta por haber cancelado la publicación del libro ‘La costa nostra’, de Laura Ardila.
Tiene sentido que la investigación de la periodista Ardila sobre la familia Char haya encontrado una editorial independiente –Rey Naranjo– para publicarla, y que otras editoriales le hayan ofrecido alternativas, y también tiene sentido que el ministro Correa sea escritor, que haya dirigido la revista cultural ‘Arcadia’ –hoy tan distinta a la que fue–, que antes haya sido promotor de lectura y que el eje de su trabajo haya sido la búsqueda de conexiones entre libros y lectores.
Si, al fin y al cabo, la esencia del trabajo cultural es dar a los símbolos su valor y su lugar en la invención del sentido humano, individual y colectivo, tiene también fuerza simbólica –poética y política– que justo hoy, 7 de agosto, a un año exacto de la posesión del presidente Petro, estemos hablando del nombramiento, por fin “en propiedad”, del ministro, y que aquella denominación de “culturas”, en plural intencional, pueda leerse, más allá de un cambio accidental, como una propuesta de transformación real para albergar tantas versiones de este país, que es muchos países, y que no puede reducirse a un relato único.
En ese trabajo de garantizar que sean posibles otras maneras de “decir” nuestra diversidad, y que no es exclusivo del ministerio, sino el pilar de otra apuesta de nación, está la posibilidad de crear otro contrato social. Y, después de tantos años de guerra, con tantas voces silenciadas, el desafío del ministerio es liderar ese proceso. Decirlo es fácil, pero el trabajo excede un periodo de gobierno. No obstante, es posible dejar las bases para la siguiente década, a través del Plan Nacional de Cultura.
Este plan, que debía lanzarse en 2022 y que, ya depurada la omnipresencia de la (única) idea de Duque sobre la Economía Naranja, está listo para trazar el derrotero hasta 2032, es clave para identificar los acompañamientos programáticos, técnicos y presupuestales que requieren los hechos culturales en las diversas regiones de Colombia.
Para dar un ejemplo, la imagen de aquel libro periodístico, cuya publicación tuvo opciones gracias a la existencia de muchas editoriales, agremiadas ahora en una Cámara de Editoriales Independientes, vale más que mil palabras: en vez de prohibir o privilegiar versiones, garantizar el surgimiento y la permanencia de alternativas que abran puertas es la esencia de la política cultural ligada a una idea de nación diversa e incluyente.
Frente a una Ley del Libro que cumple treinta años y que fue promulgada para otro país –y otro mundo–, cuando los libros se imprimían con métodos aparatosos, y había una única feria del libro en Bogotá, en vez de tantas ferias regionales, y no existía el centenar de editoriales ni de librerías de ahora, y se pensaba que la cultura era un privilegio, y no un derecho, la ruta de la diversidad está trazada y nos muestra la posibilidad de vislumbrar otro país en el que, además de la lectura y la escritura escolar, haya múltiples formas de leer y de escribir, y múltiples lenguas, lenguajes, artes y saberes desde el comienzo, y a lo largo, de la vida.
Se trata de propiciar una articulación entre la educación y la cultura, no para que todos sean músicos sinfónicos, ni artistas plásticos, ni escritores ni artesanos, sino para que cada quien tenga herramientas y materiales para explorar su propia posibilidad y escribir, a largo plazo pero comenzando desde ahora, otro proyecto de nación.
YOLANDA REYES