El orden en los nombramientos de los ministros de Petro ha estado revestido de simbolismo, y así como la elección de José Antonio Ocampo en Hacienda dio un mensaje de conocimiento técnico para conjurar el supuesto pánico de los empresarios, o el de Cecilia López en Agricultura expresó la prioridad de poner el campo en manos expertas, el de Patricia Ariza en Cultura fue una declaración de principios. El hecho de ubicar a una mujer de teatro que se ha jugado la vida en la búsqueda de representaciones casi siempre silenciadas, situada a la izquierda de un gabinete inclinado al centro, es la puesta en escena de otro discurso cultural.
Si bien algunos piensan que a la izquierda “le dieron contentillo” con un ministerio de escaso presupuesto, el gesto de Petro de situar el liderazgo cultural del país entre sus primeros anuncios de Gobierno, sumado al perfil de la ministra, trasciende el sesgo de productividad asociado a la “economía naranja”. El problema es que Duque, como ha hecho en asuntos económicos, le deja aprobados dos documentos rectores de política cultural, lo cual significa que las decisiones importantes y los presupuestos (por no hablar de exenciones) quedan amarrados al gobierno saliente.
El primero, titulado ‘Política Nacional de Economía Naranja. Estrategias para impulsar la economía de la cultura y la creatividad’, es un documento Conpes que define tareas hasta 2027 y tiene un costo de 311.381 millones de pesos. Aunque los documentos Conpes no son vinculantes, el objetivo de “mejorar las condiciones y capacidades de los actores culturales y creativos para consolidar el papel transformador de la economía naranja en el desarrollo sostenible” es una intromisión en la política cultural del próximo gobierno, especialmente porque las muletillas sobre emprendimiento que ha repetido Duque refuerzan su “obsesión” de favorecer a ciertos sectores. Las Áreas de Desarrollo Naranja –a las que se refirió Ana Bejarano en su columna–, los nodos naranja y toda la jerga acuñada en el manual ‘La economía naranja: Una oportunidad infinita’, escrito con (o por) su amigo Buitrago, ofrecen oportunidades infinitas de negocio a unos emprendedores súbitos que se dedican al ‘software’, al turismo y a la exportación de servicios (maquilas) editoriales que no pueden confundirse con la cadena del libro.
El segundo documento es el ‘Plan Nacional de Cultura 2022-2032. Cultura para la protección de la diversidad de la vida y el territorio’, fechado en julio y presentado como guía orientadora de la política cultural para los próximos diez años. En este caso, su mandato no reside en un organismo asesor de política económica, sino en una “entidad” más difícil de contrariar que antes solía denominarse “la voluntad del pueblo” y hoy toma el nombre de “consulta ciudadana” o “ejercicio participativo”. El agravante es que, por causa de la pandemia, se hizo por Zoom, WhatsApp o ¡buzón de voz!
¿Cuál es el mayor reto para el sector cultural hoy? fue la pregunta, en la que hubo “más de ochenta mil aportes consolidados en cuatro campos de política que tienen la función de ser principios ordenadores”. El documento advierte que no fue posible llegar a acuerdos con las diferentes instancias de participación de los grupos étnicos (indígenas, afrodescendientes, rom, entre otros), lo cual es un subtexto para leer entre líneas. El otro dato es que no hay palabras claves ni objetivos comunes que compartan los dos documentos rectores: ni una mención naranja en el Plan Decenal de Cultura, ni una mención a la memoria en el documento Conpes. Dos líneas paralelas que ilustran la desconexión entre la cultura y los negocios que trató de imponer el presidente de la corbata anaranjada.
YOLANDA REYES