El hemisferio y también en el mundo deben darle un tratamiento diferente del visto hasta ahora al drama que vive Haití. Azotado por desastres naturales, profundas crisis institucionales y unos niveles superlativos de corrupción, la isla parece haber perdido la capacidad de ofrecerles a sus habitantes algún tipo de futuro. De ahí que sean tantos los y las haitianas que a diario abandonan el país en busca de un mejor horizonte y terminan siendo víctimas de los traficantes de personas.
Al respecto, lo que por estos días ocurre en la frontera que separa a Estados Unidos y México es revelador y no menos conmovedor. Allí, bajo un puente en la localidad de Del Río, Texas, cerca de 10.000 personas, la mayoría haitianos, esperan que las autoridades migratorias del país del norte les definan su suerte. Ellos han tenido la fortuna de llegar a suelo norteamericano, pero no han corrido con esta misma suerte muchos otros, miles quizás, que han perdido la vida en una travesía que en muchos casos comienza en el sur del continente, en Chile. Este país, valga recordarlo, les abrió las puertas a los isleños luego del devastador sismo de 2010. Muchos llegaron a la nación austral, donde pudieron establecerse por un tiempo, pero las condiciones de vida fueron empeorando y los obligó a emprender una nueva migración motivados por la perspectiva de reunirse con familiares ya instalados en territorio estadounidense.
Este tortuoso peregrinar por el continente, a merced de mafias y sin nadie que los proteja de todo tipo de riesgos, incluye un paso por Colombia, donde también se vive un cuello de botella similar en Necoclí, Antioquia. Lo que allí ocurre se parece bastante a lo que se vive en la frontera que separa a México y Estados Unidos. Tanto en Ciudad Acuña, como en Tapachula –frontera de México y Guatemala– como en Necoclí confluyen historias estremecedoras de familias divididas que le han apostado lo poco que aún conservan a la posibilidad de establecerse en un país que les ofrezca esperanzas de un futuro mejor.
Hay que romper ese círculo vicioso de familias rotas, dramas humanos y crimen organizado que se ceba de esta desgracia
Más allá de cómo capotee el gobierno de Joe Biden la crisis migratoria que ha supuesto esta oleada –motivada, entre muchos otros factores, por cierta flexibilización en las normas que introdujo el mandatario demócrata–, el reto está en desactivar lo que hoy expulsa a tantos seres humanos de sus países de origen en la región. Porque no solo es Haití, también son los países centroamericanos, azotados por crisis económicas y catástrofes naturales, y aquí hay que añadir también a los suramericanos. Esta misión, en lo que concierne a Washington, ha recaído en los hombros de la vicepresidenta Kamala Harris, sin que todavía pueda mostrar resultados.
Solo una transformación de fondo en los países de los que parten los migrantes podrá revertir la tendencia al alza que vienen mostrando los flujos migratorios y que, a juicio de expertos, seguirá en los años venideros en un círculo vicioso de familias rotas, dramas humanos y crimen organizado que se ceba de esta desgracia. Los países receptores tienen la obligación moral de darles un trato humano a quienes ya bastante han sufrido y el deber ético de ir más allá y comprometerse con soluciones de fondo.
EDITORIAL