En días pasados, la Unión Europea adoptó una de las medidas más estrictas a la fecha para promover la transición energética. Se trata de una nueva ley aprobada por el Parlamento Europeo que prohíbe la venta de vehículos de combustión interna a partir de 2035. La interdicción cobija tanto a motores de gasolina como a motores diésel, pero excluye, por ahora, buses y camiones.
La medida forma parte de una iniciativa para que la Unión alcance la carbononeutralidad hacia la mitad del siglo. Jurisdicciones de tamaño significativo, como los estados de California y Nueva York, han aprobado leyes similares, pero Europa se convierte en el mercado más grande en dar un paso de esta magnitud en dirección de la eliminación del uso de combustibles líquidos para el transporte.
La decisión de los Veintisiete tendrá importantes repercusiones en diversos sectores. La industria automotriz, por supuesto, deberá intensificar la introducción de alternativas eléctricas a su portafolio. La industria de hidrocarburos, por su parte, tendrá que recalcular sus proyecciones de demanda y, por consiguiente, las inversiones en exploración, refinamiento y transporte de combustibles. Los fabricantes de baterías recargables, que jalonan la industria de la extracción de litio, tendrán que multiplicar su producción. Y los gobiernos deberán diseñar políticas públicas para permitir el incremento del número de estaciones de carga, sin las cuales los nuevos vehículos carecerán de autonomía suficiente para convertirse en alternativas viables a los actuales.
No han faltado las críticas, en particular sobre los despidos que pudieran presentarse en la industria de automóviles y la dificultad de a los carros eléctricos, aún muy costosos para la mayoría de las personas. Estos argumentos deben ser tenidos en cuenta. Sin embargo, la de la UE es una medida audaz, que es necesario apoyar, ya que acelerará la adopción –y el abaratamiento– de autos más amigables con la atmósfera. El planeta nos lo agradecerá.
EDITORIAL