El contundente triunfo en las urnas de Nayib Bukele, que le concede la posibilidad de permanecer cuatro años más en la presidencia de El Salvador, ha suscitado reacciones encontradas.
Se trata de una figura controversial que goza de enorme apoyo en su país, un respaldo que debe verse a la luz de la historia reciente de una nación que venía padeciendo el azote del crimen organizado. De una manera eficaz y, diríase ahora, disruptiva, cumplió su promesa de enfrentar a las pandillas, aunque despertó inquietud en países como Estados Unidos, que felicitó al mandatario por su triunfo electoral, pero le subrayó la importancia de seguir trabajando por los derechos humanos y las garantías judiciales.
Es así como quienes en ese país han sentido el alivio en su vida cotidiana, resultado de la estrategia del joven mandatario, reconocen este cambio y lo respaldan con su voto. Esta es una realidad. Que haya conseguido su reelección con el 82,5 por ciento del total de sufragios señala el impacto de su política de seguridad. Suceso que no ha podido replicar en otros terrenos igualmente cruciales, como el de la economía, en el que tiene varios pendientes.
Aun así, propios y extraños reconocen que estamos ante un mandatario de un carisma singular con una audiencia nutrida por fuera de su país, pero que, sin duda, genera debate. No es claro hasta qué punto ese respaldo interno y el eco internacional logrado tendrán como contraprestación una negativa suya a acoger las advertencias de organismos internacionales para atender los pedidos de transparencia y fortalecimiento de los derechos humanos.
Todo esto para decir que a Bukele le quedan muchos retos por delante y que, tras el controversial fallo judicial que le permitió competir por la reelección, tendrá a una comunidad internacional vigilante. Lo que corresponde ahora es hacer votos por que El Salvador siga avanzando en obtener mejores condiciones de bienestar para sus habitantes en el marco de institucionalidad y democracia que acaban de refrendar con su voto.
EDITORIAL