Siguen adelante las irables futbolistas colombianas. Es cierto que el deporte no se ha librado del todo de los menosprecios ni de los comentarios machistas, y que la liga nacional, brevísima y en crisis por la falta de recursos, no ha dejado de ser una lucha a brazo partido ganada a pulso por las propias jugadoras, las contadas dirigencias comprometidas y las aficiones, que no se rinden, pero había que reconocer, asimismo, que la gran final que se vio el pasado domingo fue una demostración de lo mucho que se ha avanzado en términos de calidad a pesar de todo: tanto el partido de ida como el de vuelta, entre el campeón Cali y el subcampeón Santa Fe, fueron muestras de talento, de coraje, de sentido del espectáculo.
Superado el primer año de la pandemia, que se llevó por delante el trabajo dedicado y irable de tantas profesionales de la liga femenina, era incierto el futuro del fútbol colombiano de mujeres, y más con las controversias y las señales equívocas enviadas por la Dimayor desde el año pasado, pero lo que se vio, tanto en la goleada histórica en el estadio El Campín como en el empate lleno de suspenso en el estadio Myriam Guerrero –que por una fecha cambió su nombre para estar a la altura de la final del campeonato– fue una gran generación de jugadoras dándolo todo por sus clubes, y dignas de la selección colombiana a la que tantas ya han sido convocadas.
Habría que hablar de la garra de las atletas del Nacional y de la consistencia de las estrellas de la Equidad. Pero es importante reconocer que el Santa Fe es quizás el equipo de mayor regularidad en estos cinco años de liga femenina. Y que lo que hizo el Cali, armar un equipo unido dispuesto a recobrar el tiempo perdido, es francamente memorable: “Trabajamos todo el año para esto”, reconoció, a la salida del partido, la goleadora Linda Caicedo, “quiero llorar, quiero reír, estoy feliz, tuvimos humildad, lo merecíamos”. Y es fácil pensar que también se han ganado el derecho a una liga más seria.
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