En el cumplimiento de su deber, esta semana fue asesinado el subteniente de la policía Juan Pablo Vallejo. Él, junto con otros dos compañeros, fueron sorprendidos por delincuentes que operan en inmediaciones de los cerros orientales de Bogotá, cuando los uniformados investigaban otro crimen, el del joven Cristian Romero, también asesinado el pasado 5 de octubre mientras acampaba con un amigo en el mismo sector.
En el ataque resultó gravemente herido un agente de la Fiscalía. Con el de Vallejo ya son cuatro los integrantes de la Policía Metropolitana asesinados este año, todos relacionados con actos del servicio. Cuatro personas íntegras que solo pretendían garantizar la seguridad ciudadana y recuperar la confianza de la gente.
Vallejo tenía 18 felicitaciones, ningún llamado de atención y contaba con una amplia experiencia al servicio de varias localidades de Bogotá. La última condecoración, en la categoría de gran oficial, la había recibido el 19 de julio de manos de la alcaldía de Usaquén.
La muerte de este uniformado duele tanto como la de Cristian y como la de Diego Alejandro, este último quien perdió la vida en plena calle 26 por robarle su bicicleta. Todos crímenes cometidos en el lapso de una semana, hechos que no solo enlutan familias enteras sino que siembran zozobra e intranquilidad en una ciudad que, cabe reconocer, hace esfuerzos por reducir casos como estos.
Aunque suene a Perogrullo, es urgente no bajar la guardia. Hay que mantener la presión sobre las organizaciones delictivas, las que controlan las rentas ilícitas y las bandas de atracadores que parecieran haberse adueñado de amplios sectores de la capital. Ya viene una ley que endurece los castigos, pero mientras se hace efectiva, el mejor reconocimiento que se puede hacer al subteniente Vallejo, a sus compañeros de uniforme y a las familias de las demás víctimas, es dar con el paradero de estos antisociales.
EDITORIAL