Contar con vivienda digna es uno de los derechos esenciales del ser humano. Esto significa un techo seguro, con servicios básicos, donde las personas que lo habiten encuentren condiciones que les permitan sentirse parte de la sociedad y no excluidas de ella. Hoy por hoy, tener casa propia se ha convertido en el principal motivo de inversión de los hogares colombianos, según se desprende del más reciente informe de Camacol, gremio que agrupa a la industria de la construcción. Y las cifras lo corroboran: entre enero y julio de este año se han realizado 133.416 ventas en todo el país, casi el 40 por ciento de ellas en el rango de viviendas de interés social (VIS).
El tema resulta crucial para Bogotá por su dinámica, poder adquisitivo y necesidades. La capital es una de las principales jalonadoras del sector; genera, junto con Cundinamarca, 260.000 de los 400.000 empleos del orden nacional. Por tanto, las políticas que se adopten al respecto son fundamentales para la reactivación, el crecimiento y el dinamismo económico de la ciudad.
Bogotá tiene un déficit cercano a las 100.000 viviendas. Y según el Dane, requerirá de no menos de un millón en los próximos 12 años para atender la demanda de igual número de hogares que se proyecta. Y es aquí donde se encienden las alarmas, dado que lo que se estima en el Plan de Ordenamiento Territorial (POT) que se discute en el Consejo de Planeación Territorial es construir alrededor de 589.000 en ese lapso, la mitad de ellas bajo la figura de renovación urbana, una retórica conocida que no goza de popularidad por la lentitud y los intereses que la rodean.
Una política de vivienda no se limita a un lugar físico. Conlleva dotarlo de espacio público, parques, plazoletas y alamedas.
La capital no cuenta con suficiente suelo para atender la demanda de vivienda. Y el poco que existe es costoso, razón por la cual cientos de proyectos se materializan en los municipios vecinos, con la carga que ello implica para estos y el impacto que produce en términos de movilidad y medioambiente. O puede darse el caso, ya endémico, de que muchas familias caigan en manos de piratas de la tierra o sigan sometidas a vivir en las fronteras de la ciudad, en una especie de densificación informal.
Una política de vivienda no se limita solo a un lugar físico para la familia. Conlleva también dotarlo de espacio público, parques, plazoletas, alamedas, ciclorrutas y todo lo que esté encaminado a construir la ciudad de 20 o 30 minutos que se viene pregonando. Y aquí surge el otro escollo: el número de cargas que se les agregan a los proyectos y que los pueden volver inviables, a ojos de Camacol.
El gobierno distrital, por su parte, ha sido reiterativo en que el número de viviendas que propone el POT está ajustado y que su estrategia en esta materia busca proteger la estructura ecológica, hacer una ciudad más dinámica y humana y redensificar a toda costa.
A los rifirrafes entre constructores y gobierno siempre los acompaña la desconfianza. Por eso es fundamental alcanzar puntos de encuentro que permitan superar el debate en torno a la densidad que soporta la ciudad, las cargas y beneficios que se aplican a los desarrolladores y una legislación clara. Y el POT es el camino, pero hay que hacerlo bien, de cara a la ciudad que se quiere y se necesita.
EDITORIAL