El reloj corre en contra del Gobierno y del Congreso, de cara al ambicioso paquete legislativo que, con varias reformas estructurales y otra serie de leyes de enorme impacto, ha copado el debate político del país este año. Al tiempo que tienen lugar discusiones intensas sobre el contenido y la conveniencia de iniciativas como la reforma de la salud, la laboral y la pensional, además de las que pretenden descongestionar las cárceles y facilitar el sometimiento a la justicia de las bandas criminales, entre otras, se agota el tiempo de la actual legislatura, cuyo periodo ordinario de sesiones termina el próximo 20 de junio.
Para buscar su aprobación, el Gobierno armó desde el comienzo de su cuatrienio una bancada de coalición apelando al siempre bien recibido discurso de la concertación, el diálogo y la búsqueda de la unidad nacional. Pero una vez aprobada la reforma tributaria en las primeras de cambio, la senda se hizo más tortuosa por diversas razones, que van desde dificultades para lograr una cohesión interna en el Ejecutivo –clave para sacar adelante las leyes– hasta un ambiente de alarma en varios sectores del país por los enormes riesgos que implican algunas iniciativas, pasando por fisuras en la coalición.
Lo anterior condujo a la situación actual, en la que la legítima necesidad de la Casa de Nariño por sacar adelante sus proyectos bandera, comenzando por la reforma de la salud, ha tenido que enfrentar la realidad de una coalición que optó por el camino de cumplir su deber constitucional de servir de freno y contrapeso. Las demás reformas y leyes han encontrado un tránsito igualmente marcado por obstáculos de todo tipo, desde reparos procedimentales hasta rechazo de voces de peso: el Fiscal General y la Procuradora, entre otras. Esto sin negar la realidad que es la aspiración de algunos parlamentarios de lograr mayor participación política o, dicho coloquialmente, mermelada a cambio de apoyar tal o cual proyecto.
Esta coyuntura acarrea el riesgo de que el Ejecutivo, por el afán de avanzar con sus promesas, transite rutas para nada recomendadas. Es aquí cuando aparecen los nada aconsejables llamados del Ejecutivo a suplir el apoyo que no se obtuvo en los recintos del Congreso –el escenario establecido por la Constitución para decidir el futuro de las reformas–, por el de las voces en las calles y las voces, que no deben ser escuchadas, sugiriendo un mayor margen de acción para la milimetría política transaccional, por encima de las directrices de las bancadas.
Ese, repetimos, no puede ser el camino. Sí lo es el de la pausa para ordenar prioridades y reformular la estrategia, pensando que haya más espacio para la deliberación como fórmula para lograr consensos y así evitar el atajo de la consecución de apoyos al menudeo y la aprobación atropellada, a última hora, sin la discusión profunda que requieren cambios de esta envergadura. Nada bueno trae el pupitrazo. La responsabilidad de los congresistas en esta coyuntura es garantizar la deliberación sin afanes y sin sucumbir a presiones y prebendas. Es decir, darle sentido al deber institucional del Legislativo.
Apurar los trámites también aumenta la probabilidad de que las leyes aprobadas no superen el tamiz de la Corte Constitucional por motivos de forma y de fondo. Y merma a la larga su legitimidad
Para ello, por cierto, se requiere también de un ambiente propicio, no como el que se vivió el miércoles durante el debate de moción de censura al canciller Álvaro Leyva, cuando se produjo el inaceptable intento de ingresar al recinto de un grupo de personas que estaban en otro evento en el Capitolio.
Así pues, ante esta evidente carrera contrarreloj para que el paquete legislativo sea tramitado y aprobado con la garantía de discusiones transparentes que le den tranquilidad a la ciudadanía, bien haría el Ejecutivo en no cerrarles el paso a los consensos y en no asumirlos como derrotas, sino como espacios que reivindican ese ánimo de construir unidad que expresó al comienzo de su mandato. Por eso, mal mensaje se envía cuando desde el Gobierno central se pide la renuncia de viceministros de los partidos que no son petristas y que han expresado sus reparos a la reforma de la salud. Unidad también significa tolerancia y capacidad democrática de tramitar la crítica.
Por último, el lugar común que advierte que del afán no queda sino el cansancio cobra aquí valor. Buscar a toda costa sacar adelante todos los proyectos trae consigo riesgos para la democracia, por las consecuencias en términos de credibilidad para el Congreso de caminar por el filo del reglamento. Apurar los trámites también aumenta la probabilidad de que las leyes aprobadas no superen el tamiz de la Corte Constitucional por motivos de forma y de fondo. Este golpe de realidad obliga al Ejecutivo a dejar de lado planes construidos sobre el presupuesto de una coalición sólida y eficaz en el Parlamento y hacer unos nuevos, en los que se les dé a la deliberación y a la búsqueda de consensos el espacio que les corresponde. Ese es el camino que fortalece las democracias.
EDITORIAL