El impactante brote de violencia que ocurrió en la madrugada del lunes en el municipio de Puerto Colombia, Atlántico –parte del área metropolitana de Barranquilla– fue el trágico desenlace de una disputa entre particulares, pero también un síntoma de un problema más profundo en la sociedad.
Según se ha divulgado, todo comenzó por una riña que se habría producido entre los asistentes a una lujosa parranda vallenata en un predio costero. Varios de los invitados, además de sus escoltas, estaban fuertemente armados y de los golpes se pasó a las balas. En los videos que circularon por redes sociales, llamó la atención un joven –alias Deivi, según las autoridades– portando un mortífero fusil cuya presencia en una fiesta de cumpleaños es altamente irregular. Dos personas murieron. Una de ellas, el cumplimentado, de 21 años. La segunda, además de abaleada, fue posteriormente degollada.
El caso podría describirse como un deplorable hecho de intolerancia privada, si no fuera porque está rodeado de elementos que apuntan a una problemática mayor. Según las autoridades, varios de los implicados tienen vínculos con mafias locales. Entre los regalos de cumpleaños que recibió el agasajado había dos lujosas camionetas. La sevicia del degollamiento, sumada al tipo de armamento presente y la presteza de los agresores para activar sus armas, apunta a la agudización de una cultura de violencia que en los últimos años ha segado la vida de cientos de líderes sociales y desencadenado numerosas masacres.
Para quienes viven en las ciudades, esa violencia, que usualmente se encarniza contra las regiones apartadas, puede ser fácil de ignorar. Pero episodios como el de Puerto Colombia dejan en evidencia la ferocidad que caracteriza el actuar del crimen organizado en todos los rincones del territorio. Compete a las autoridades presentar cuanto antes un plan para evitar que, en cualquier parte del país, se sigan presentando hechos tan escabrosos como esta parranda trágica.
EDITORIAL