Los torneos de ajedrez no suelen despertar la misma pasión que otras competencias, como la Copa Mundo. Pero hace exactamente medio siglo, el planeta entero estaba pendiente del movimiento de unas piezas sobre un tablero.
Durante 24 años, los soviéticos habían sido amos y señores del Campeonato Mundial. Pero en 1972, un genial jugador estadounidense, Bobby Fischer, célebre además por su errática personalidad, aplastó a sus rivales y se ganó el derecho a enfrentar al defensor del título, el ruso Boris Sky. Eran los tiempos de la Guerra Fría; era inevitable que una confrontación entre soviéticos y estadounidenses tomara dimensiones geopolíticas, así fuera librada con torres, peones y alfiles.
La primera partida la ganó el ruso. Fischer, fiel a su temperamento caprichoso, exigió que las cámaras de televisión fueran retiradas para el segundo juego. Denegada la solicitud, el estadounidense no se presentó y perdió la partida por W. El asesor nacional de seguridad del presidente Nixon, Henry Kissinger, tuvo que llamar a Fischer para convencerlo de no abandonar el torneo. La supremacía intelectual de los Estados Unidos estaba en juego. La tercera partida la ganó Fischer.
El torneo se prolongó 18 juegos más. En la partida 21, Fischer alcanzó los 12,5 puntos que lo coronaron campeón mundial. De inmediato se convirtió en un héroe internacional. Había derrotado a un soviético en una de las disciplinas que más identificaban a la Unión Soviética. Como pocas veces, un ajedrecista era invitado a programas de televisión y aparecía en las portadas de las revistas. En 1975, el siempre excéntrico Fischer se rehusó a defender el título contra Anatoly Karpov. No volvería a jugar en público por 20 años.
Se requirieron el encierro pandémico y la serie de Netflix Gambito de dama para que el ajedrez volviera a ser tan popular como en aquel verano de hace 50 años, cuando se enfrentaron no solo dos jugadores descomunales, sino las dos superpotencias del mundo.
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