Apenas ayer comentábamos en este espacio cómo la situación en Siria era al mismo tiempo peligro de polvorín y oportunidad de avanzar por los caminos de la diplomacia, para bien del planeta.
Uno de los principales actores de la coyuntura siria es Turquía, país que bajo el mando de Recep Tayyip Erdogan lleva varios años transitando dos sendas paralelas: una, la de la consolidación como potencia y actor determinante de la geopolítica del Medio Oriente, oriente de Europa y occidente de Asia. Y otra, que lo ha llevado a un lento debilitamiento de su estado de derecho "desde adentro" debido a las evidentes medidas autoritarias de un presidente que ya cumple 20 años en el poder. Esos hechos acumulados generan lógica preocupación.
Lo más reciente fue la detención del alcalde de Estambul, Ekrem Imamoglu, principal figura de la oposición y llamado a enfrentarse a Erdogan en las elecciones de 2028 ha dado pie a varios días de multitudinarias protestas. Así como también a nuevos excesos del Gobierno, entre ellos la detención y el envío a prisión de siete periodistas que cubrían las manifestaciones, entre más de 1.100 personas, 30 acusadas de corrupción y colaboración con una presunta banda terrorista. Esto, a partir de declaraciones secretas de supuestos testigos.
Se puede decir que Turquía y Erdogan se encaminan a un punto de quiebre. La Unión Europea ha reaccionado firmemente al calificar lo ocurrido como algo totalmente inaceptable. Y es que el líder turco ya parece en actitud de despojarse de la careta democrática que aún lucía. Así como en Siria, esta es otra oportunidad para que los países democráticos del planeta le hagan saber al régimen turco que todavía hay líneas rojas.
Es de esperar que la presión del mundo y de la gente en las calles haga reversar a Erdogan. Aun así, es evidente el vacío en el lugar que otrora ocupaba Estados Unidos. Para el gobierno de Donald Trump, este tema es apenas un "asunto interno" de Ankara.