Tras nueve años en el cargo, Justin Trudeau renuncia a la investidura de primer ministro de los canadienses. Su salida simboliza no solo el fin de una era para su país, sino un cambio político-cultural en marcha en buena parte de Occidente: un rechazo a las políticas progresistas de las cuales Trudeau era quizá la imagen más atractiva.
Hijo de un anterior primer ministro, el saliente mandatario alcanzó el mismo cargo de su padre en 2015, justo antes de cumplir los 44 años. Su carisma y juventud, aunados a su sensibilidad social, lo convirtieron rápidamente en un ícono del progresismo internacional. Sus posiciones audaces en causas como la lucha contra el cambio climático y las reivindicaciones de los pueblos ancestrales le granjearon aplausos de la izquierda y la centroizquierda globales.
Casi una década en el poder, sin embargo, conlleva un inevitable desgaste. Máxime cuando ese periodo fue atravesado por la pandemia de covid-19, que puso a prueba a todos los gobiernos. Más recientemente, los canadienses han expresado inconformismo frente al manejo de la economía y el alto costo de la vida, preocupaciones similares a las que contribuyeron a la victoria de Donald Trump al sur de la frontera. La popularidad de Trudeau se vio afectada, adicionalmente, por otros factores: escándalos, promesas incumplidas y un creciente descontento con su política migratoria.
La salida de Trudeau, en otras palabras, responde a motivos que, a la vez que son endógenos, se replican en varias democracias occidentales. La insatisfacción con el desempeño económico y con la forma como se maneja el fenómeno de las migraciones afecta a muchas naciones desarrolladas, provocando el retorno de la marea alta del progresismo. Para enfrentar el dilema, los gobernantes deben hallar un equilibrio entre la legítima preocupación por los problemas estructurales de los menos favorecidos y la solución a las inquietudes concretas y materiales de toda la ciudadanía. En ese equilibrio está la clave.