Para un país con una historia tan abundante en traumas colectivos como, por desgracia, es el nuestro, llama la atención el impacto que han tenido dos diligencias a cargo de la Jurisdicción Especial de Paz. Primero fue la audiencia de imputación al general en retiro Mario Montoya y a ocho militares más por presuntamente haber cometido crímenes de guerra, entre los que se incluyen 130 ejecuciones extrajudiciales o ‘falsos positivos’ entre 2002 y 2003. Después fue la Audiencia de Reconocimiento de Verdad que tuvo lugar en Yopal, Casanare, esta semana. En ella, 21 militares de la brigada XVI del Ejército, un funcionario del extinto DAS y dos civiles itieron su participación en 296 asesinatos y desapariciones forzadas después presentadas ilegítimamente como bajas en combate.
Más allá de la coyuntura política, el dolor expresado por los familiares de quienes fueron asesinados para después ser presentados como guerrilleros ha conmovido al país. Por primera vez un general de la república, Henry Torres Escalante, reconoció su participación en la comisión de estos delitos. Con cada testimonio de los familiares y allegados a las víctimas es más profundo el dolor que termina siendo compartido, y esto es, en medio de todo, alentador. Escuchar a los victimarios hoy arrepentidos trae consigo innumerables preguntas que terminan todas en el ¿cómo fue posible que esto pasara?
El país, en un momento complejo, comienza de repente a vivir duelos pendientes, dolores por años latentes.
Es verdad que la implementación del acuerdo de paz con las Farc ha sido incluso más difícil que el proceso que permitió llegar a él. Es cierto y doloroso que son muchos los territorios del país a los que “no llegó la paz”, en los que la gente cambió el azote de las Farc por el de las AGC, el del Eln o el de las disidencias. Imposible negar lo anterior, y es necesario no claudicar, que el Gobierno le dé a este tema la importancia que tuvo en los discursos de campaña. Hechos como la ausencia del comisionado de Paz, Danilo Rueda, en la audiencia de la JEP para evaluar las medidas del Gobierno con miras a proteger a los firmantes del acuerdo refuerzan la idea de que hoy son otras las prioridades.
Pero es muy cierto también que tras un largo periodo inicial de incertidumbre, la JEP sigue dando pasos certeros en una senda que esta sociedad obligatoriamente tiene que recorrer, la del duelo pendiente, la de los dolores por tantas décadas latentes. Hoy puede decirse, tras escuchar a víctimas y victimarios en un mismo escenario de verdad y encuentro –nada fácil, por supuesto–, que las dudas sobre la decisión de parar la confrontación con las Farc y apostarles al diálogo y la verdad comienzan a disiparse con logros concretos, que son también frutos que por fin se cosechan.
Fundamental para terminar de cimentar la credibilidad de la JEP es que pronto la opinión vea nuevas muestras de arrepentimiento y reconocimiento de verdades de los del secretariado. Ya hubo una, hay que recordarlo, frente a los secuestros cometidos en el centro del país, pero urgen nuevas, para que los lazos humanos que surgen del dolor compartido, del reconocernos vulnerables, trascienda la polarización y sea base sólida de un futuro común con diferencias quizás, pero sin barbarie. Y con la justicia necesaria, eso sí.
EDITORIAL