Hay que decirle, en voz alta, feliz cumpleaños número 80 a la Librería Nacional. El agradecimiento es para los libreros, que han sabido ser compañía de tantas generaciones y además ser prescriptores de los libros precisos en los momentos precisos, pero la celebración es sobre todo para los lectores que han estado recorriendo sus pasillos en busca de las crónicas que han revelado los grandes dramas, de las novelas que han devuelto la fe en lo humano, de las revistas traídas de todas partes del mundo, de los cómics extraordinarios que su librero mayor, el vital Felipe Ossa, ha convertido en su marca de estilo luego de décadas de transmitir sin reservas ni condiciones su enorme fe en el libro como medicina y su gran amor por la lectura.
Tenía que llamarse así la Librería Nacional, porque desde su fundación ha sido tarea de gente de todo el país: el santandereano Jesús María Ordóñez la creó en Barranquilla, pero con el paso de estos 80 años, años de guerras, de treguas, de avances, de crisis sanitarias, de transformaciones, no solo fue construyendo numerosas sedes en Bogotá, en Cali, en Cartagena, en Pereira, en Medellín, en Envigado, hasta convertirse en una cadena irable de librerías, sino que en estos años ha conseguido llegar a más y más lugares del país gracias a una página web –enriquecida con las reseñas escritas por el propio Ossa– que en tiempos de pandemia se ha convertido en una sede tan eficiente y tan amable como las que hoy han vuelto a recibir a los lectores.
No es nada fácil, en ninguna parte del mundo, sostener una librería. Resulta una proeza hacerlo en esta Colombia que trata de cerrar sus brechas y poco a poco mejora sus índices de lectura. Pero la Librería Nacional no solo ha logrado crear varios lugares entrañables, uno por uno, en algunas de las más importantes ciudades del país, sino que contra viento y marea ha conseguido ser la casa de los lectores colombianos e inspirar a las valientes librerías de barrio que merecen también ser celebradas.
EDITORIAL