Los funerales de Isabel II, la reina de Inglaterra, revelaron una historia de siglos y más siglos que sigue siendo útil a la experiencia humana. Dieron cuenta de un legado de setenta años, pero también de un reino que, para la sorpresa de sus fieles y de sus críticos, ha sabido adaptarse a estos tiempos vertiginosos sin perder de vista tanto su unidad como su sentido. Por supuesto, en días de redes sociales y de programaciones veinticuatro horas hubo espacio, también, para la farándula: con frecuencia se escuchó la pregunta por si fueron humillados o reivindicados los de la familia real que han caído en desgracia en los diarios sensacionalistas. Pero sobre todo fue la puesta en escena de una cultura tan fuerte, tan reconocible, que invita a los demás países a revisar las propias.
En estos doce días de luto, en el mensaje del rey Carlos III sobre “la muerte de mi querida madre”, en el viaje del féretro por Edimburgo, por el Palacio de Buckingham, por la abadía de Westminster y por la capilla San Jorge, ha quedado claro que se trata del final de una era que sin embargo tendrá que darle luz a la siguiente. Los funerales de la reina han sido un esfuerzo titánico y lleno de símbolos, el peso de la historia en épocas de memes y de irreverencias, que han conseguido seguir a plenitud la importante tradición de los Windsor de transmitírselo todo a su pueblo –las coronaciones, las bodas y los funerales– en vivo y en directo. La presencia de los mandatarios de otros países, las marchas, los himnos, las coronas de flores: todo recordó la vitalidad de una sociedad que ha logrado superarlo todo.
Hubo protestas. Hubo cinismos. Hubo reflexiones sobre el papel de la realeza en el estremecido siglo XXI. Pero fue lo más común ver las lágrimas tanto de la familia real como de los fieles que dedicaron estos días a la despedida de un mundo que parecía que nunca iba a acabar. Y la suma de ceremonias se ganó a pulso el adjetivo ‘histórica’ porque estuvo a la altura de una historia de siete décadas.
EDITORIAL