El fin de semana pasado, en las páginas de EL TIEMPO, apareció una crónica conmovedora –firmada por el periodista Ricardo Rondón– sobre una exposición permanente que ha sido buena parte de la vida de la recordada actriz Carolina Trujillo. Trujillo, nacida en Bogotá hace ochenta años, hija de los maestros Sergio Trujillo Magnenat y Sara Dávila Ortiz, reconocida tanto por su trabajo teatral como por sus interpretaciones en Los pecados de Inés de Hinojosa, Caballo viejo y La casa de las dos palmas, ha hecho un esfuerzo sobrehumano para mantener el bello museo del traje miniatura que puso en marcha a finales del siglo pasado en las Torres del Parque.
Trujillo, que no solo se fue a Europa a estudiar actuación, sino escenografía y vestuario, lleva décadas trabajando en sus dioramas de la historia humana desde la Edad de Piedra hasta la Colombia de la era republicana. Ha sido una tarea brillante, minuciosa, rigurosa, que recrea escenas de la vida diaria –y de las biografías de personajes que redefinieron a las sociedades del planeta– en todos los tiempos. Se nota el talento que tanto le sirvió para montar verdaderos mundos en los escenarios del TPB. Se ve que es su obra. Y que, como confiesa en la crónica mencionada, no es nada fácil para ella sostener semejante montaje sin el apoyo de las instituciones culturales.
El lugar se llama Barcarola porque en un principio quiso, también, ser un bar a la altura de la exposición, pero quien lo pisa siente de inmediato el amor que ha puesto Carolina Trujillo en esas recreaciones del pasado. Es claro que hay que reconocer a tiempo a nuestros artistas e impedir que se esfume su legado hecho a pulso, escena por escena, pero enterarse de la angustiosa situación de Trujillo no solamente debe servir para que los gestores culturales le den su apoyo, sino para que nuestra cultura redoble esfuerzos para cuidar a aquellos que le han dado tanta vida.