Se trataba, en palabras de uno de sus promotores, el senador Humberto de la Calle, de romper “el insoportable silencio atronador” que rodea la muerte y persecución no solo de los firmantes del acuerdo de paz, sino de los líderes sociales. Un flagelo que se mantiene. Así invitó a través de sus redes sociales quien fuera artífice de la paz firmada con la exguerrilla al emotivo plantón que con tal propósito tuvo lugar ayer por la tarde en la plaza de Bolívar.
Y según cifras de Indepaz, el año pasado fueron asesinados en el país 188 líderes sociales y 44 firmantes. Este año ya van 15 líderes y 4 exintegrantes de las antiguas Farc. El problema, como si hiciera falta recalcarlo, es que mientras más pasa el tiempo esos números tienden cada vez más a deshumanizarse. Se termina pasando por alto no solo la tragedia que hay detrás de cada muerte para la familia y la comunidad que sobrevive a la víctima, sino el daño que se causa a la sociedad. Cada nuevo registro de un líder o un firmante caído por efecto de las balas asesinas sirve para apuntalar en el inconsciente del país el terrible mensaje de que jugársela por el bien común y por la salida negociada a los conflictos sociales y políticos puede ser sinónimo de entregar la propia vida.
Esto no puede ser así. Y bienvenido lo que se haga para romper la fatal inercia. El principal reto, si se quiere frenar en seco –como corresponde– esta ola de violencia es enviarles a los violentos el mensaje de que lo que hacen tiene un costo social y penal enorme, que hay una sociedad rodeando a estas personas en su apuesta por un país mejor.
Con algunas excepciones, la motivación de quienes atentan contra firmantes y líderes suele pasar por lo incómoda que resulta, en un contexto de ausencia estatal y disputa entre mafias, la presencia de personas que han decidido salirse de esa lógica de muerte y actuar en contra. Por todo ello, no se las puede dejar solas. El Estado debe protegerlas, y la sociedad hace bien en reaccionar. Esta tragedia no puede volverse paisaje.
EDITORIAL