La semana pasada fueron las imágenes de de la patrulla fronteriza de Estados Unidos a caballo persiguiendo a migrantes haitianos e intimidándolos con lazos. Ahora fueron algunos habitantes de Iquique, norte de Chile, que el pasado sábado arremetieron contra un grupo de migrantes venezolanos, previamente desalojados de una plaza, para terminar quemándoles todas sus pertenencias. La postal resultante, como en el episodio de la frontera, es desoladora, profundamente estremecedora. Se ven arder colchones, prendas de vestir, juguetes de niños...
Es cierto que la llegada masiva de personas en situación de vulnerabilidad a lugares que, como Iquique, ya tienen un repertorio de carencias y complejos desafíos puede dar pie a roces, tensiones, estereotipos, incluso denigrantes y demás reacciones lamentables frente al recién llegado. Pero lo ocurrido en el país austral el sábado ya es de otro orden, da pistas de que un límite que jamás debería cruzarse se ha franqueado: el que separa lo humano de lo inhumano.
Como bien lo dijo una de las víctimas, una mujer venezolana, “esto no se hace a una persona”. Arremeter de esa manera contra las pocas pertenencias de quienes están en una situación de extrema vulnerabilidad bajo banderas nacionalistas es una pesadilla que, a su vez, recuerda otras similares que en el pasado reciente han atormentado, y aún atormentan, a la humanidad.
Esto que está pasando tiene que encender todas las alarmas en el continente. A la par con todo lo que hay que hacer para enfrentar la gravísima crisis migratoria, hay que movilizar a la sociedad para refrendar con todo el vigor dicha línea que bajo ningún motivo puede traspasarse. Se trata de ponernos de acuerdo en que ponerles coto a los horrores que estas imágenes anuncian no tiene que ver en lo más mínimo con ideologías o identidades de ningún tipo, sino con salvaguardar ese lazo cuya ruptura abre las puertas de los peores infiernos.
EDITORIAL