El martes pasado le fue concedido el Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades, quizás el más importante de su género, a la labor del Museo del Prado de Madrid. El reconocimiento le llega en el momento preciso a la pinacoteca, la más grande colección de pintura europea, no solo porque está cumpliendo 200 años de funcionamiento, sino porque puede significarle el aumento del presupuesto que le ha estado concediendo el Estado español: “Con este premio será más fácil generar nuevas inversiones, como la destinada a la recuperación del salón de Reinos y un incremento de la ayuda pública”, dijo Miguel Falomir, director del museo, al diario El País.
El Museo del Prado ha sido algo así como un templo para los pintores de la Tierra: desde Renoir hasta Picasso. Basta pensar en Las meninas, el enorme cuadro de Velázquez, de 1656, que ha sido repetido e interpretado hasta la saciedad –y que en los últimos años se ha convertido en objeto de peregrinación en la sala XII del museo–, para comprender la importancia del lugar. En el Prado, que no busca ser enciclopédico, sino fiel a la colección de los reyes, están las grandes obras de Velázquez, de Goya, del Greco, del Bosco, de Rubens. En el Prado están La maja desnuda, Los fusilamientos, El jardín de las delicias.
Hace unas semanas, una encuesta del Instituto Sondea reveló que, principalmente “por falta de tiempo”, el 37,5 por ciento de los españoles no conocen el icónico Prado. Tarde o temprano lo harán. Pues, como ha dicho el jurado, se trata del “símbolo de nuestra herencia en común”, de “uno de los más ricos patrimonios artísticos del mundo”, de un sitio consagrado al “desarrollo humanístico de la sociedad pasada, presente y futura”.
Hace unos meses, una muestra del museo, 53 reproducciones en tamaño natural, se tomó la plaza de Bolívar de Bogotá. Había que ver a la gente señalando los detalles inagotables de los cuadros para entender lo que ha significado el Prado para una humanidad que no solo tiende a los horrores.