Que en el mundo cada minuto mueran 36 personas por enfermedades cardiovasculares tiende a ser un dato más de esos que la epidemiología registra de tanto en tanto para que se tomen acciones, dado que la mayoría de estos decesos son prevenibles.
Pero, no obstante los avances de la tecnología y la ciencia en términos de diagnóstico, intervenciones y tratamientos farmacológicos, estas patologías muestran una tendencia creciente, a tal punto que son –de lejos– la primera causa de mortalidad y de pérdida de años de vida saludable en casi todos los rincones del planeta, demostrando que dichos males no están emparentados directamente con la riqueza y el desarrollo.
De hecho, hoy se sabe que de estos padecimientos no se libra nadie, pueden afectar a cualquier edad y sin distingos a hombres, mujeres y a todo tipo de poblaciones. Antes se pensaba que afectaban ante todo a hombres y personas mayores.
No en vano, en 2021, según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), 18 millones de personas pierden la vida al año a causa de su corazón, de los cuales dos millones son aportados por las Américas, siendo 47.000 de ellos colombianos.
Cuando el país discute una reforma de la salud, este tipo de asuntos deberían encabezar las agendas de los debates.
No sobra decir que infartos, ataques cerebrovasculares y enfermedades circulatorias e hipertensivas encabezan el listado de las patologías específicas que causan más daño. Todas empujadas por factores como el tabaquismo, la obesidad, el sedentarismo, el estrés y los malos hábitos de consumo alimentario, que, como se observa, son determinantes que podrían modificarse con acciones individuales y colectivas promovidas integralmente bajo sólidos compromisos institucionales.
Por supuesto, no hay que dejar de lado el diagnóstico oportuno y el tratamiento adecuado de enfermedades como hipertensión, diabetes, alteraciones primarias de la regulación de las grasas del organismo y otras de tipo inmunológico que en su evolución terminan afectando de manera grave el corazón, los vasos sanguíneos y otras estructuras.
Todo lo anterior se logra si se equilibra el componente preventivo con el de la atención de las enfermedades ya instauradas al tenor de la Estrategia de Atención Primaria (EAP), que después de 44 años de haber sido promulgada y aceptada universalmente aún espera que se tome en serio su evidencia favorable para llevarla a la práctica.
En momentos en que el país discute una reforma de la salud, este tipo de asuntos deberían encabezar las agendas de los debates, bajo la premisa de que al actuar de manera conjunta, documentada e integral sobre las enfermedades cardiovasculares se obtendrían beneficios no solo en términos de vidas protegidas y disminución de pérdidas por discapacidad, sino que, de paso, se configuraría un modelo piloto para potenciales aplicaciones en otro tipo de enfermedades que, aunque menos dañinas, también pesan en los indicadores negativos de enfermedad y muerte dentro del territorio nacional. Sería una ruta expedita para garantizar el derecho fundamental a la salud bajo una concepción de futuro y desarrollo social invaluable.
EDITORIAL