No puede normalizarse, de ninguna manera, que Colombia sea el país donde más líderes ambientales mueren por año. Esta durísima realidad salió a flote nuevamente esta semana con la publicación del listado que elabora cada año la ONG británica Global Witness, para dar cuenta de este flagelo.
Fueron 79 las vidas que se truncaron en 2023 en Colombia por el empeño de fuerzas opacas y poderosas, dispuestas a pasar por encima de lo que sea y de quien sea en su propósito de ejercer control sobre un territorio, sembrando el terror. Es escandaloso que el segundo país en el listado, Brasil, registre 25 casos y que el tercero, Honduras, reporte 18. No cabe la menor duda de que somos el lugar más peligroso en el planeta para la vida de estos seres. Y el riesgo aumenta si se pertenece a una comunidad indígena o afrodescendiente. Estos grupos poblacionales aportaron el 49 por ciento de las víctimas en Colombia. Y, por desgracia, no sorprende que la gran mayoría se encontraran en el suroccidente colombiano, zona donde pululan los grupos armados que se disputan economías ilegales.
Recientemente este diario publicó un trabajo periodístico que puso al descubierto los peligros que corren los defensores de los ecosistemas, a la vez que rindió homenaje a la vida de personas que, como Luis Arango, Wilton Orrego, Javier Parra, Edwin Dagua Ipia y José Yimer Cartagena, asumieron con coraje y entrega el riesgo de actuar para impedir que quienes tienen otras prioridades, otros planes para el futuro de nuestra casa común, pudieran obrar a sus anchas. Y terminaron dándolo todo, incluida su vida, como ha sido el caso de más de 400 líderes ambientales desde 2014 en Colombia.
Se puede decir que estas historias de compromiso y valor son ejemplares y que están llamadas a ser semilla e inspiración. Pero no puede seguir siendo paisaje, para usar términos crudos, el asesinato de las personas comprometidas con su gente y su territorio. Este flagelo tiene que parar. A todos y todas quienes están dispuestos a actuar para preservar los recursos y los ecosistemas de los que depende, entre otras, que las próximas generaciones puedan tener una existencia digna, Colombia los necesita vivos.
Las autoridades e instituciones deben entender la gravedad de este flagelo y comprometerse a proteger ese capital invaluable de la sociedad.
Por parte del Estado hay buenos propósitos, pero también hay impunidad. En un contexto de antesala de la COP16 y de la ratificación por la Corte Constitucional del Acuerdo de Escazú, se espera que estas intenciones pronto se concreten en medidas efectivas. Aquí es clave el concepto de seguridad colectiva, que la protección no se limite, aunque sean necesarios en muchos casos, a esquemas de seguridad. Ya el Gobierno dio un paso importante al reconocer esta problemática y al recordar que trabaja en una estrategia que vincula a los ministerios de Interior, Defensa y Ambiente.
Generar entornos seguros para los líderes ambientales obliga a transformar imaginarios, derrotar prejuicios y lograr que el Estado haga presencia integral y efectiva en los territorios. Exige que la totalidad de las autoridades e instituciones entiendan la gravedad de este flagelo y se comprometan, sin titubeos, a proteger ese capital invaluable de nuestra sociedad: quienes están dispuestos a liderar las transformaciones que no dan más espera.