Son dos realidades que coexisten. Por un lado está la de la consolidación del país como destino turístico y, por el otro, la de la inseguridad que, por desgracia, sigue azotando al país en sus distintas modalidades.
El caso de un turista sueco víctima de un ataque con escopolamina en Medellín, a causa del cual duró 24 días desaparecido, coincidió con una advertencia del Gobierno de Estados Unidos a sus nacionales para evitar visitar puntos específicos de nuestra geografía, por los riesgos que allí encontrarán.
Ambos episodios animaron la discusión sobre la vulnerabilidad de quienes visitan Colombia, todo en un contexto en el cual es clara y bienvenida la apuesta del actual gobierno por potenciar el turismo como alternativa para las finanzas de la nación. La realidad muestra cifras poco alentadoras: según la Fiscalía, ya son 2.753 casos de hurtos a personas foráneas en lo que va del año. Y el número puede ser mayor, ante la reticencia de muchos a denunciar y también los obstáculos que encuentran cuando deciden poner en conocimiento de las autoridades las situaciones de las que fueron víctimas.
Más allá de todo lo que debe hacerse para aumentar la seguridad urbana y rural en el país, para propios y extraños no hay duda de que la apuesta por el turismo trae consigo también la necesidad de un enfoque diferencial.
Aquí el reto pasa por capacitar cada vez más a las autoridades –Policía y Fiscalía– para que tengan cómo responder oportuna y adecuadamente ante el requerimiento de un visitante que, con mucha frecuencia, ni siquiera habla español. También para que se le brinde la protección requerida por una población que, por desgracia, suele estar en la mira de los delincuentes. Todo esto sin excluir la necesidad de campañas de prevención que traigan tranquilidad y no mayores resistencias y temores; labor compleja, sin duda, en la que es clave el concurso de todos los actores del sector turístico.
EDITORIAL