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No es fácil encontrar en el pasado reciente una disyuntiva tan compleja para el Gobierno colombiano como la que hoy supone la situación de Jesús Santrich, quien continúa la huelga de hambre que comenzó al ser llevado al búnker de la Fiscalía General de la Nación tras su captura, motivada por un pedido de extradición por la justicia de Estados Unidos, y ahora fue trasladado a una sede del episcopado en Bogotá, en medio de no poca polémica.
En un plato de la balanza están las pruebas que lo involucran en un caso de narcotráfico posterior a la firma del acuerdo de paz. Estas fueron calificadas por el propio presidente de la República, Juan Manuel Santos, como concluyentes luego de una reunión con el fiscal general, Néstor Humberto Martínez, el pasado 9 de abril, día de la captura del excomandante guerrillero. Ante un hecho de esta índole hay que renovar la confianza en las instituciones: la presunción de buena fe, que aquí se expresa en suponer que la evidencia es, en efecto, robusta y concluyente.
Además, los mismos acuerdos dejan claro que quien delinca tras la mencionada firma no podrá ser procesado por la justicia especial para la paz, sino que deberá rendir cuentas ante la justicia ordinaria o, como en este caso, ante el sistema judicial del país, que decidió procesarlo por una conducta considerada delito a la luz de su legislación, porque en parte se desarrolla en su territorio. Se ha dicho ya aquí mismo que este es un mensaje claro y contundente a los escépticos del proceso sobre el alto precio que deberán pagar quienes no cumplan las reglas.
Si, en efecto, la evidencia no deja duda respecto a los delitos de los que se lo acusa, este episodio dejaría de ser un obstáculo para la paz.
Pero al mirar el otro plato de la balanza encontramos el derecho a la verdad que tienen las víctimas de las Farc. Se ha insistido en que extraditarlo significaría renunciar a lo que él tenga que decir sobre su actuar en el marco del conflicto. Es un reparo válido. En esta mirada también deben tenerse en cuenta elementos como el del tiempo que tomaría en este sistema alternativo de justicia llegar a un punto en el cual el procesado, Santrich, pueda aportar su verdad. Dado el avance que hoy presenta su implementación, es evidente que tal lapso será largo: conocedores aseguran que no inferior a dos años.
Dicho lo anterior, se puede plantear que, sin dejar de lado en ningún momento la importancia de la verdad, ha de primar el precepto de que quien no cumpla las reglas pactadas deberá pagar por ello. Y aquí vale añadir que también es factible y probable que los hechos sobre los que Santrich pueda dar su versión sean mencionados en las declaraciones que otros de las antiguas Farc rindan ante la JEP.
Desde luego, se debe reiterar que todo esto parte de la confianza en que las pruebas que sustentan el pedido de extradición no dejan duda sobre su conducta delictiva. Es de esperarse que la contundencia de estas deje claro que Santrich cometió el delito por el que se lo acusa y, en consecuencia, debe ser castigado, desvirtuando de paso las versiones que apuntan a un montaje. Si ello ocurre, no habría razón para insistir en que este suceso supone un obstáculo infranqueable para el buen avance de la implementación de lo acordado en La Habana. Todo lo contrario: lograría, finalmente, fortalecer la construcción de la paz.