La muestra de odio contra la población LGBTI que protagonizó un ciudadano energúmeno, Luis Emilio Arboleda, el sábado pasado en Medellín es un campanazo de alerta que debe llevar a acciones y acuerdos.
Desde todas las orillas tiene que enviarse un mensaje claro y contundente de rechazo, independientemente de la postura que se tenga frente al asunto de hasta qué punto debe llegar el reconocimiento de derechos a los LGBTI. Ese no es el punto aquí.
Porque una cosa es ese debate, propio de una sociedad democrática, en el cual se enfrentan posiciones divergentes en una intensa y constante discusión. Pero otra, y muy diferente, es que se conviertan en algo normal expresiones de absoluta intolerancia y profundo odio como la ocurrida en el Pueblito Paisa de la capital antioqueña. Un acto así, cargado de tanta violencia simbólica, arrastra el peligroso mensaje de que quienes se identifican con esa bandera no merecen siquiera la categoría de ciudadanos. En consecuencia, que sus derechos fundamentales bien podrían ser ultrajados de igual manera. Y de ahí a las persecuciones y la discriminación abierta y sistemática no hay mayor distancia.
El reto es evidente: no permitir que se normalice el odio. Esta vez fue contra la población LGBTI, pero mañana puede ser contra cualquier otro grupo de la sociedad. Por tal razón, los diversos sectores políticos deben coincidir en trazar esta línea, pues, finalmente, todos, sin excepción, podrían ser mañana el objeto de una agresión de este corte que derive en consecuencias mucho peores.
Urge un mensaje contundente de rechazo a la conducta de Arboleda y sus acompañantes. Que quienes se vean tentados a emularlo tengan suficientemente claro el costo de hacerlo. Y para que la raya no sea efímera, es imprescindible trazarla entre todos aquellos para quienes, a su vez, es claro que el Estado de derecho y el respeto a los derechos fundamentales de las personas son innegociables.
EDITORIAL