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Explicativo
Así nos daña el vivir siempre apurados
Estar siempre apresurados por no querer esperar se sufre como una arritmia diaria que impacta en nuestra salud. El autor de este artículo desmonta aquel famoso pensamiento clásico de “el tiempo es oro”.
En sus manos está aprovechar bien su tiempo. Foto: iStock
Vivir apurados por querer pasar a lo siguiente quita valor a lo que nos pasa en el ahora. Se experimenta como un desplazamiento entre lo que se hizo y lo que se quiere hacer. Está basado en una creencia: que es posible ahorrar un momento para gastarlo en otro. Y esto es físicamente imposible. No existe aún una máquina del tiempo que logre semejante hazaña. Ni el doctor Emmett Brown (personaje interpretado por el actor estadounidense Christopher Allen Lloyd), de las películas de Volver al futuro, fantaseaba con viajar en el tiempo para ahorrar momentos.
Es como suponer que si dejo de usar un brazo por una hora, ese brazo va a tener más vida que el otro. Somos el mismo ser que vive cada momento íntegramente, y sin saber si existirá para el siguiente momento. No hay tiempo disponible para ahorrar ni lugar donde dejarlo. Tenerlo o perderlo es una ilusión de control que el imaginario del “tiempo es dinero”, reproduce (ver recuadro).
¿Por qué nos desespera esperar? El apuro por no querer esperar se sufre como una arritmia diaria que impacta en nuestra salud, sin que nos demos cuenta.
Repasemos algunas escenas cotidianas en las que esperamos, aunque sean segundos. En el hogar: el turno para ingresar al baño, que el agua salga caliente, que la estufa se encienda, que la cafetera esté lista, que se cocinen los alimentos, que se hagan las tostadas, que caliente el carro.
En el tráfico: que cambie el color en los semáforos, que pase el peatón, que funcione a tiempo la pantalla táctil del puesto de entrada del parqueadero, que me atiendan rápido al echarle gasolina al carro en la estación de servicio. En los medios de transporte: esperar en la cola para subir al bus, luego para descender, que llegue el metro, hacer la cola para abordar el avión, esperar las maletas, que el taxi llegue a tiempo, esperar en una demora de vuelos.
No solo son cansancios o esperas personales, son arritmias sociales que se producen al pensar que el momento final es el que da sentido al momento actual. Son escenas cotidianas que en general pasamos de largo. Una espera típica, que seguro alguna vez les pasó. Voy a la panadería y no aguanto que la persona a la que están atendiendo se demore, que elija cada una de las 12 galletas, luego bizcochos, luego pan y luego donas. Cuando va a pagar, no le funciona la aplicación. Ofrece efectivo y el cajero no tiene cambio. Lo que esperaba que demande mi ida a la panadería, unos 5 minutos, terminan siendo 15.
Cuando me digo “no aguanto más” significa que comienzo a sentir un malestar por la ansiedad que me provoca el desfase entre la duración estimada y la que está ocurriendo.
Ahora pensemos: ¿tendría sentido abreviar mi espera pagando al otro cliente su turno para irme antes? Es decir, dándole un dinero para que me deje pasar a mi primero, como una especie de compensación por cederme el turno y pasar antes que él. El irme antes, ¿qué efecto tendría en mi estado de ansiedad? ¿Me molesta esperar por no poder llegar antes a otro lado o me molesta sentir que el ritmo del día está sujeto a otra persona? El modo en que transitamos una espera es la primera prueba que podemos hacer para “testear” nuestro equilibrio emocional.
El sentido de la espera
El caso extremo es el mercado de “hacer colas”, que se da en lugares muy concurridos como conciertos, parques de diversiones o en eventos deportivos. Hay quienes les pagan a personas “guardacolas”, para que las hagan. Hoy en día en Argentina y en muchos países esto se ha vuelto una costumbre.
La espera tiene sentido en el contexto de un día completo, entre el despertar y el volver a despertar. Una vez que nos acostamos, ¿qué sentido tiene computar que ya no estamos esperando en el semáforo o que ese día llegamos antes o después a la panadería?
Los ritmos biológicos seguirán su pulso fisiológico mientras estemos dormidos, activaran los códigos genéticos para regenerar células, con total independencia de que hayamos hecho, o no, la cola para entrar al teatro.
La diferencia en el modo en que transitaremos esa noche dependerá de la actitud que tengamos respecto a la articulación de los diferentes momentos del día, incluida la espera en la cola de ingreso y todos los momentos que experimentamos durante ese día. Las diferencias de minutos son solo una variante más del juego de correr en una pista que tiene 24 horas. Al final del día, la duración y la posibilidad de hacer cosas es la misma.
La diferencia cuantitativa que se asocia al dinero y a la disponibilidad, al supuesto “tiempo libre”, son representaciones subjetivas que no definen nuestro bienestar. Al contrario, nos terminan enfermando, el estar obsesivos por eficientizar las esperas, como si estuviéramos ganando o ahorrando algo.
Vivir apurados para ahorrar momentos tiene riesgos silenciosos para nuestra salud, como aumentar la ansiedad por suponer que esperar es perder tiempo, lo cual es imposible. Podemos sentirnos mejor si soltamos esa ilusión de que los momentos se acumulan, se ahorran o se pierden y disfrutamos de los procesos, de las transiciones, del estar en movimiento.
GONZALO IPARRAGUIRRE (*)
LA NACIÓN (ARGENTINA) – GDA
@LANACION
(*) Antropólogo, Ph. D. especialista en el tiempo, temporalidad, tiempo social, fenómeno del tiempo, política del tiempo, usos y carencias del tiempo, cultura y gestión del tiempo, ritmos sociales. Investigador, ha publicado 5 libros, uno en inglés, y más de 20 artículos científicos. Es profesor universitario y ha trabajado en diseño, gestión y aplicación de políticas públicas en diferentes niveles de organismos públicos en Argentina.