Los ‘influenciadores’ digitales, autodenominados ‘generadores de contenido’, se han convertido en protagonistas de nuestro ecosistema de opinión e información digital. Es innegable.
El concepto nace inicialmente en el marketing; de cómo personas, rostros, nombres y apellidos, voces independientes y conocedoras probadas de algún tópico puntual se constituyeron en validadores y expertos con una gran reputación y relevancia como para recomendar, calificar, fustigar un producto o servicio, por encima de marcas y medios de comunicación.
Y eso funcionó bastante bien. Hasta que, como siempre en el ecosistema digital, todo se salió de madre. Entonces para ser ‘influenciador’ de algo solo se hizo requisito ser famoso, contar con miles o millones de seguidores, fanáticos, de una cara y un nombre, el cual de un día para otro se volvió ‘experto’ en todo: viajes, tecnología, restaurantes, licores, ropa, moda, etc.
Luego entraron en aguas peligrosas: recomendar tratamientos médicos, estéticos, medicinas milagrosas y menjurjes sagrados, todo, como siempre, por plata.
Peor aún, los validadores iniciales, en verdad expertos, serios, se dejaron tentar por el dinero y comenzaron a ‘vender’ su independencia y transparencia.
La Superintendencia de Industria y Comercio intentó, en el gobierno anterior, poner en cintura el tema obligando a esta nueva raza de ‘influenciadores’ a cumplir con el deber de informar cuándo estaban emitiendo opiniones y contenidos realmente objetivos sin pago alguno de por medio, y cuándo estaban hablando en el marco de un acuerdo de publicidad en favor de una marca o servicio.
También funcionó medianamente bien al comienzo. Hoy, hay que decir, eso ya nadie o muy pocos lo respetan.
En un momento, a la explosiva mezcla llegó la política: poder de influencia digital sumado al activismo y al interés de manipulación de la realidad con intereses políticos. ¡Vaya receta! Y es el postre que hoy nos estamos comiendo: una horda de ‘influenciadores’ e ‘influenciadoras’ que verbigracia de su origen, confunden a sus audiencias no solo con sus verdades a medias disfrazadas de ‘contenido’, sino bajo la sombrilla de la ‘libertad de expresión’, metiéndole gasolina al motor de la polarización, volviendo paisaje los ataques a la dignidad.
¿Tienen derecho los ‘influenciadores’ e ‘influenciadoras’ a su trabajo? Claro que sí. Somos un país libre y democrático. Pero también institucional.
Por tanto, así como sucede con el accionar de estos ‘influenciadores’ en el marketing, los s deberían tener el derecho de saber cuándo un video de estos ‘generadores de contenido’ obedece a un acuerdo comercial o político con una corriente o personaje de ese mundo.
Que jovencitos, principales seguidores de estos ‘influenciadores’, sepan, por ejemplo, que ese video donde explican por qué se debe salir a marchar en realidad contiene una visión parcializada de la realidad (como tantos que circularon en épocas de los violentos paros): que sus cifras, datos y ‘hechos’ no son la realidad completa sino una parte de ella, porque quien lo hace tiene una visión política parcializada, producto de su tendencia e ideología.
Que tengan su derecho a expresarse, claro. Pero también el deber de informar desde qué orilla lo hacen.
¿Quién le puede creer a una señora que durante todo el gobierno anterior no bajó de ‘Porky’ al presidente Duque, ahora posando de ‘experta’ en temas de dignidad de género, políticas públicas o compras eficientes?
¿Acaso alguien puede esperar algo sensato de una persona que no baja de terrorista al presidente Petro o de ‘King Kong’ a la vicepresidenta Márquez, posando de ‘influenciador’ en derechos humanos o manejo de conflictos y paz?
El daño que ocasionan estos disfraces de ‘periodismo’ o ‘contenido’ a potentes influenciadores digitales que en realidad son activistas, algunos pagos o en nóminas de partidos o políticos, seguirá ahondando la polarización y la desinformación. Eso, si no los controlamos.
JOSÉ CARLOS GARCÍA
Editor Multimedia de EL TIEMPO