Viajar en avión, vivir en altitudes elevadas o aventurarse al espacio, actividades que parecen tan dispares, comparten un factor invisible pero importante: la exposición a mayores niveles de radiación. La radiación es energía que viaja en forma de ondas o partículas, y que se encuentra presente en el medio ambiente de forma natural, pero también se puede producir por actividades humanas.
La exposición a niveles de radiación de alta energía, a la cual se suele denominar radiación ionizante, puede tener consecuencias negativas para la salud. Los habitantes de lugares a gran altitud, como los Andes o el Himalaya, experimentan niveles de radiación natural más altos debido a la menor protección de la atmósfera, un bloqueador natural de la Tierra. A medida que nos alejamos de la superficie terrestre hay mayores niveles de radiación ionizante proveniente del espacio exterior.
En un viaje en avión, estamos más expuestos a esta radiación que si viajamos por carretera, aunque, en general, la dosis de radiación que se recibe durante un vuelo es baja, dependiendo de algunos factores. A mayor duración y altitud del trayecto, mayor sería la cantidad recibida. De igual forma, las rutas que atraviesan regiones más cercanas a las zonas polares están expuestas a una mayor cantidad de radiación, debido a que el campo magnético terrestre desvía gran parte de esta radiación lejos del ecuador y hacia los polos norte y sur. Además, durante períodos de actividad solar intensa, la radiación ionizante puede aumentar considerablemente de manera transitoria. Después de acumular 100.000 millas en vuelos aéreos, equivalentes a dar cuatro vueltas alrededor de la Tierra, un viajero habrá experimentado el equivalente a 20 radiografías de tórax.
Y si nos seguimos alejando, superando el límite del espacio exterior, entonces habrá desaparecido la protección de la atmósfera y estaremos verdaderamente expuestos a altas cantidades de radiación ionizante.
Desde comienzos de la carrera espacial, se llevaron a cabo experimentos para estudiar los efectos de la radiación en los seres vivos en un entorno espacial. En 1947 se enviaron los primeros animales al espacio, un grupo de moscas de la fruta, a bordo de un misil alemán V-2, y desde entonces estos estudios se han extendido a ratones, monos y humanos.
En la actualidad se siguen planteando importantes desafíos en la planificación de las nuevas actividades asociadas al espacio, como el turismo espacial, al exponer a seres humanos a un ambiente para el cual no están diseñados. La exposición a la radiación es un tema crítico para los viajes espaciales de larga duración, como las futuras misiones a Marte, donde los astronautas podrían estar expuestos al impredecible clima espacial, con un riesgo considerable para su integridad física. Una elevada exposición a radiación ionizante puede ocasionar daños a las células en diversos niveles, comprometiendo especialmente la integridad del ADN, la molécula que almacena la información genética y proporciona las instrucciones necesarias para el funcionamiento correcto de las células en el organismo. A pesar de esto, los turistas espaciales actualmente reciben poca información y advertencias.
Para abordar estos desafíos, la comunidad científica está instando a los reguladores e innovadores del turismo espacial a trabajar juntos para proteger a sus pasajeros y tripulaciones de los riesgos a los que se podrían exponer. Con aventuras espaciales más frecuentes, más personas podrían verse afectadas por la exposición a la radiación ionizante, especialmente durante cambios abruptos en el clima espacial que dependen de la actividad del Sol. Los próximos años traerán nuevas regulaciones, que deben fomentar la seguridad sin detener la innovación de una industria que nos acerca al espacio.
SANTIAGO VARGAS
Ph. D. en Astrofísica
Observatorio Astronómico de la Universidad Nacional