Toqué la puerta, como de costumbre, a las 6 de la mañana. Lo hice más por hábito que por esperar una respuesta, pues desde hace siete años no se escuchaba un “adelante”. Al otro lado sabía que estaba mi madre, postrada en esa cama, perdida en el laberinto de su mente; en un ir y devenir interminable de lo que fue, pero ya sin la certeza de lo que ha sido. Esperé unos segundos y luego abrí. Nadie. La cama, desorganizada y la cortina abierta. Con un pitido entre las sienes y el ritmo cardiaco en galope, escuché un ruido proveniente del primer piso. Un impacto seco y contundente me sacó de la quietud.
Bajé las escaleras casi levitando en los peldaños y justo en la mitad de la sala la encontré, con una caja grande a sus pies.
–Apúrate, papá… tenemos que tener todo listo para esta noche –me dijo, casi jadeando, pero con una emoción y una energía del pasado, como si los años acostada en esa cama la hubieran recargado solo para vivir este momento.
No supe qué decir. De pie y conmovido, vi sus movimientos, lentos mas no torpes. Su cerebro pareció recordar cierta agilidad, pero sus manos no correspondían. Desde pequeño supe que me parecía a mi abuelo y ahora, con la calvicie, la semejanza era mayor, sobre todo de perfil, pero que me confundiera era una muestra de que su conciencia divagaba en una época lejana. Sin decir palabra me arrodillé y comencé a ayudarla en lo que hacía. Monté la estructura del árbol navideño mientras ella ordenaba con cuidado los adornos; concentrada, con la punta de la lengua en la comisura de los labios, al tiempo que esbozaba una sonrisa. Su mirada estaba libre, muy distinta a la habitual, cuando en la cama parecía perseguir una neblina en el techo de su cuarto.
A las 10 terminamos con el árbol. En las cuatro horas no dijimos casi nada. Ella solo mencionó que quería una guitarra; que el Niño Dios le trajera una guitarra. De resto, solo tarareaba canciones muy antiguas; identifiqué algunos boleros con los que crecí, los que ella solía cantar los sábados por la mañana. Luego, de otra caja, sacó más adornos y empezó a distribuirlos en todas las paredes. Decoró la sala completa; medias y manteles en el seibó, muñecos y velas en el comedor, guirnaldas en el mueble. Sabía dónde ubicar todo, replicaba un cuadro donde se movió año tras año.
Después, fue hasta la cocina y empezó a preparar la masa para hacer unos buñuelos. Vertió los ingredientes en un tazón y mezcló y mezcló. Firme, con un ritmo de otro tiempo, hizo ese movimiento circular por una hora. Sentí que al repetir aquella acción mecánica también reacomodaba el desbarajuste de su mente, porque empezó a contarme historias que no tenían principio ni final. Conectaba un suceso con el otro como si se le fueran a escapar en el recuerdo; entonces volvía y comenzaba otro relato. Saltó de cómo había perdido un diente la vez que se bañó en la lluvia y la regañaron, de cómo ganó una carrera contra Sandra, su vecina, a cuando su hermano mayor, Eduardo, le tiró la puerta de la alcoba. Habló mucho sobre su mamá, de cómo acostumbraba a peinarle el cabello, sus manos largas y delicadas, del olor del perfume que llegaba hasta su cuarto cuando terminaba de arreglarse. De repente dejó de mezclar y luego de un suspiro dijo que se iría a dormir, que esperaría a mamá para meterlos en el horno.
–No se te olvide bañarte, papá –me dijo–. Sabes que a mamá le gusta cuando te arreglas.
Subió las escaleras y lo último que escuché fue la puerta al cerrarse. De nuevo todo fue silencio. No me explicaba qué había ocurrido y pensé llamar al médico, pero verla moverse y hablar, así fuera por un rato, hizo que me volviera la alegría. Sus historias me hicieron cavilar sobre esa vida que tuvo antes de tenerme, una que nunca conocemos, por la que nunca preguntamos, y que rotula sus acciones de madre, esposa, pariente, amiga, mujer. “Uno es convaleciente de la infancia, tanto por lo bueno como por lo malo”, me dije.
Subí a mi cuarto y pensé en que me gustaría tener, así fuera, un día para preguntarle todo lo que no pude. O no quise. Sus miedos, frustraciones, fracasos, éxitos y, sobre todo, sus deseos. Pero sabía que ya era demasiado tarde. Tuve tiempo para conocerla, pero siempre asumí que su vida empezó cuando comenzó la mía. Tarde en la noche supe que no se iba a levantar; el esfuerzo que hizo para decorar y amasar la desbordó. Sin embargo, saqué la guitarra que quería, aquella que no tocaba hacía mucho tiempo, pero con la que amenizó tantas navidades y años nuevos. Bajé y la puse debajo del árbol. Terminé los buñuelos y los metí al horno. Limpié la cocina y me fui a dormir.
Toqué la puerta, como de costumbre, a las 6 de la mañana. Sin embargo, antes de abrir escuché que desde el primer piso alguien rasgaba una guitarra. Bajé sin hacer ruido y justo en la mitad de la sala la encontré con el instrumento entre las manos. Me quedé de pie observándola en silencio. Tocaba delicadamente; cada o de la punta de sus dedos con las cuerdas eran también unos acordes enredados en los hilos del recuerdo. La maraña de su mente pareció desenrollarse en cada nota, mientras movía la cabeza levemente y marcaba el ritmo con el pie. De su boca empezó a salir fuerte y clara la letra que le cantaba a mi papá.
Fueron tus ojos los que me dieron
el tema dulce de mi canción.
Tus ojos verdes, claros, serenos,
ojos que han sido mi inspiración.
Se detuvo y me miró. Su cara era inexpresiva, totalmente quieta. De repente esbozó una sonrisa, sus ojos se llenaron de lágrimas y con su dulce voz me dijo:
–Buenos días, hijo. Feliz Navidad.
JOSÉ GONZÁLEZ BELL
Sorteo extraordinario de Navidad
Se había acostumbrado a trabajar desde muy niño. Pasar el día en la calle, desde la salida de la escuela hasta casi la medianoche, y vivir rodeado del ruido del tráfico y el zumbido incesante de pregones eran parte de su vida, la manera de llevar dinero para la comida, para el arriendo, para los útiles escolares, para ‘la pinta’ de los días especiales.
Se recordaba a sí mismo, cuando apenas tenía siete años, felizmente abrumado en medio del raudal de peatones, bajo el parasol de colores, junto al carrito de acero inoxidable del que emanaban vapores que sacudían el hambre de los pasantes. Los perros calientes que vendía su padre eran los más deliciosos del mundo. Así le parecía.
–Del mundo no –le decía el hombre riendo–. ¡De todo el universo! ¡No ve que son de carne de marciano!
Y así, entre bromas, asombros, carcajadas, trabajaban confundiéndose con la multitud de aquel bazar itinerante a la intemperie. Se movían lentamente, de un extremo al otro de la avenida, pasaban junto a una vendedora de tarjetas y papel regalo; ante un vendedor de luces, adornos y guirnaldas; frente a una venta de patitos de cuerda, carritos a control remoto, muñecas de plástico con vestidos de colores… En fin, juguetes que él soñaba tener la próxima semana, el mes siguiente, el año entrante…
Hoy, esas imágenes tienen color, sabor y olor de paraíso. Estas sensaciones viven solo en su memoria. Hoy solo existe el gris en su retina y el único sabor y olor que se desliza en su cerebro es el del basuco. Tendido contra el ángulo que forman la pared y la acera de la misma avenida, observa entre brumas, con la vista perdida, las piernas y los zapatos de las transeúntes, el taconeo anónimo e incesante y, más allá, en la calzada, el rodar y el rechinar de los neumáticos, las humaredas que vomitan los exhostos…
Lo sacude la descarga de un recuerdo, de una imagen que se le volvió pesadilla y que lo acecha desde poco antes de cumplir los ocho años. La tarde era más ruidosa de lo usual, la luz de diciembre iluminaba el raudal de compradores, el ajetreo de tarjetas y regalos, la bulla de los ánimos festivos y de la música bailable. De pronto, el estallido de un disparo. La confusión, la estampida, el cuerpo del padre doblado en el asfalto. El hilo de sangre que se desliza sobre unos billetes de lotería, del Sorteo Extraordinario de Navidad.
CATALINA HERNÁNDEZ GUANA
¡Llegó Noel con el reno!
Eran las nueve de la noche y él aún estaba en la calle, trabajando. El afán de los transeúntes, frente a la tienda por departamentos, contrastaba con la cadencia melancólica de su saxofón. Al lado del estuche donde recibía las monedas estaba Erre, su perro; al otro costado destellaba la silueta de su vieja bicicleta panadera, iluminada con diminutos bombillos para la ocasión.
Tocó ‘Noche de paz’ y sus notas lo llevaron de regreso a las calles polvorientas de los pueblos masacrados; entonces, volvió a arrepentirse. Terminó la canción, pero nadie lo notó, no recibió ni un solo aplauso. La gente en la calle es tan indiferente como en la vida misma, pensó. Recogió el dinero y entró apurado a la tienda, era el último cliente. Mientras, Erre vigilaba la bicicleta exhibiendo su cara más intimidante.
Salió, se puso el casco, amarró a la parrilla la bolsa con las compras, se terció el saxofón a la espalda, acomodó a Erre en la cesta delantera y empezó a pedalear. Atravesó la ciudad en poco más de dos horas. Llevaba veinte años haciendo el mismo trayecto, desde cuando llegó huyendo y no tuvo más remedio que instalarse en la última loma del último barrio. Tan al sur que allí estaba pegado el norte de otro municipio. Aunque ya estaba canoso y no tenía la agilidad de cuando combatía, seguía siendo un hombre corpulento y fornido; ni el peso de la carga ni la distancia representaban un problema aún.
Dejó la avenida y empezó a subir la cuesta entre las entrañas de su propio barrio. Había vecinos en cada calle, mucha gente festiva sobre las aceras; se oían risas, olía a sancocho de leña; algunos revolvían adentro de calderos grandes y otros animaban el fuego; brindaban por la Nochebuena; bailaban porque la vida puede ser corta. Y dura. A su paso dejaba una oleada de saludos que parecían enredarse en la estela rodante de luces de su bicicleta.
Cómo han cambiado las cosas, pensó. Y sonrió. Finalmente, los vecinos habían aprendido a confiar en él; a respetar su soledad y su silencio. Con el tiempo, aceptaron a este forastero que venía de lejos. Aunque las circunstancias eran distintas y venían de sitios muy diferentes, las historias eran casi las mismas: sobrevivientes de todas las guerras, las ajenas, las perdidas, las que empezaban y terminaban, y se sucedían. La carencia y la nostalgia eran compartidas. Evocó su infancia junto al mar, la banda del pueblo, el profesor de saxo y aquel día en que llegaron ellos y lo subieron a empellones en ese camión. No terminaba de cambiar la voz, y la cambió a la brava en el campamento, en las jornadas de marcha y los entrenamientos. Recordó su fusil, el primer combate y la pesadilla, día tras día, de matar o morir. Evocó sin melancolías la madrugada cuando tomó los arrestos y pudo escapar, quince años después.
Ya en la cima, a unas pocas cuadras de la pieza en donde vivía, paró y se bajó de la cicla; Erre también. Después de secarse el sudor, se limpió las botas negras de caucho y aseguró el pantalón dentro de ellas. Se abotonó hasta arriba la chaqueta gruesa, la ajustó con el cinturón y se terció el saxofón sobre el hombro izquierdo. Liberó la bolsa de tela amarrada sobre la parrilla, se la echó en la espalda y volvió a pedalear mientras hacía sonar la campanilla con la mano libre.
A lo lejos alcanzó a oír la algarabía de los niños al ver a Erre, que iba adelante. Ladraba, batía la cola y revoloteaba contento entre los pequeños. La nariz luminosa ya no le fastidiaba y, de repente, parecía haber olvidado las malditas astas de reno que, por esta época, él le ponía.
–¡Llegó Noel! –gritó una niña.
–¡Por fin llegó con el reno! –corearon los otros.
TATIANA DUPLAT AYALA