Papá duda si bajarse o no del carro mientras mamá, sin pensarlo dos veces, lo hace. El calor se encierra en la cabina y papá siente el pálpito en las sienes anunciando una migraña. Baja el vidrio para buscar aire fresco y se percata del decaído panorama. Por fuera no es nada de lo que dejaron la última vez. Además de la pintura deteriorada, esta vieja y desteñida construcción tiene la alberca llena de algas y el jardín marchito. Ya en la puerta, mamá busca algo en sus bolsillos. Papá, al ver que ella saca las llaves, se baja y corre para acompañarla. Ninguno quiere entrar, pero necesitan hacerlo de una vez por todas.
Al contrario de la sorpresa que se llevaron con la fachada, notan que el interior de la cabaña permanece intacto. Las sillas de madera montadas sobre el comedor, los libros de fotografía en la mesita de centro, el tocadiscos con la tapa levantada y varios vinilos que escuchábamos con papá, fuera de sus estuches. Todo reposa tal cual lo dejamos el último diciembre que pasamos aquí. Pienso que él finge disfrutar la misma música que yo solo para tener tema de conversación. Nos amamos, pero hay un bache entre nosotros, unas ganas incontenibles de abrazarnos, hasta que algo con fuerza y sin forma nos hala hacia atrás.
Ahora papá se queda mirando el tocadiscos y le da un golpecito para hacerlo funcionar. Mamá estornuda en ráfaga. Ella dice que es la alergia a los ácaros, pero es su manera de afrontar los nervios. También estornuda así cuando discute o cuando algo le incomoda. La nariz se le enrojece, entonces abre las ventanas y rocía agua para menguar el polvo y de paso distraer a la tristeza. Para mamá todo está bien, aunque nada ande bien. Recuerdo la primera noche que dormimos juntos porque papá se había ido. Jugamos a las cosquillas y reímos como nunca. Ya con la luz apagada la escuché llorar suavecito debajo de las cobijas y estornudar, una vez tras otra.
Al final se separaron y después de mucho tiempo se encontraron solamente para venir acá. Pensé que sería peor, pero ninguno está discutiendo por la cuota ni por las escrituras. Solo se miran de vez en cuando y supongo que también sienten esa fuerza que los repele, aunque quieran acercarse.
Sin decirse nada, separan sus caminos. Mientras papá recorre las habitaciones tomando fotos como un turista que captura la soledad, mamá riega los despojos de las plantas esperando que reverdezcan. Hace meses no venían, por eso realizan todo un ritual para instalarse: ella limpia las habitaciones y enciende una vara de palo santo, barre los cadáveres secos de decenas de insectos en la cocina y acomoda en las alacenas algunos víveres que trae desde la ciudad.
Él drena la lama rojiza y fétida de las tuberías, corta el pasto y remueve la maleza. Sube al altillo, encuentra una pesada bolsa de tela y saca de esta una maraña de extensiones navideñas. Siempre tardábamos horas desenredando y limpiando los adornos. Yo solía sostener la escalera, pasarle las herramientas y también las lucecitas para que las colgara en el techo de la cabaña. Pensé que este año las iba a instalar junto a mamá, pero él apelmaza los cables y los devuelve con ira junto a las ramas de un árbol raquítico, guirnaldas descoloridas y decenas de angelitos rotos que custodiaban los regalos cuando estábamos los tres.
Mientras que papá desecha los adornos navideños, mamá arranca de la pared el calendario que marqué con las fechas de cumpleaños. Siempre estaban pendientes de esas fechas, que el cumple de la abuela, que el cumple de Mario, el de Gloria. El cumpleaños que fuera. Nos reuníamos aquí y hacíamos un asado, armábamos unas canchas improvisadas y jugábamos fútbol hasta el anochecer. Por eso me gusta este lugar y no quisiera irme jamás. El campo y la montaña siempre hacen bien. Así como treparse en los árboles para estar lejos del ruido o lavarse los pies en la cascada.
Me sé de memoria cada grieta, cada escalón de esta cabaña. En las noches puedo recorrerla con las luces apagadas. Sigo aquí porque la necesito. Yo elegí el turquesa de las paredes. Mamá estuvo de acuerdo desde el principio. Papá refunfuñó y exigió un color más ‘apropiado’, pero al final se resignó. Tal vez por ese motivo le desagrada sentirme cerca y recordar nuestras tontas discusiones.
Ahora mamá se sienta en la cama, toma las prendas de los cajones, las extiende delante de ella y se pierde un par de segundos en la fragancia añeja que despiden. Ese saco rojo lo tejió la abuela. Pensé que mamá lo guardaría porque ella suele conservar todo lo que le recuerda las buenas épocas. Dice que es para estar segura de que sí las vivió y que nada fue imaginario.
Por eso tiene una colección de cofres. El más pequeño es de madera con apliques dorados y casi nunca lo abre. Eso asegura, pero sé que con frecuencia lo hace para leer y releer las cartas de papá. Recuerdo en especial una en la que él, con su torpe letra cursiva, le escribía “Tal vez para el mundo no seas nadie, pero para mí eres mi mundo”. Ella dice que las guarda para recordar ese ser que fue papá, que ya no siente nada. A mí me parece todo lo contrario. Y esa carta en especial no me gusta, porque mamá, más que “nadie en el mundo”, para mí ha sido “todas”.
Aunque ito que hoy parece otra mujer. Por fin ha entendido que todo tiene su vida útil. Entonces ese saco reposará en la caja, junto a un montón de 'souvenirs', cartas y objetos que en otras manos tendrán significado. Allí mismo tira mis cuadernos de primaria, los cuales, al acabar cada año escolar, apilaba para nunca volverlos a abrir. También tira mis juguetes. Eso es lo más difícil. Carritos, legos, las cartas coleccionables, todo, todo se va a la caja. Confieso que voy a extrañar esas cosas que inmortalizaban mi infancia, pero me gusta cómo se va tornando la cabaña. Está más iluminada. El aire puro empieza a colarse por las rejillas y se respira una nueva vida en sus rincones.
Al llegar la noche, papá y mamá se encuentran en la escalera de la entrada, sacuden el polvo de sus ropas y se sientan en el suelo para descansar un rato. Parece que aún no tienen hambre y solo quieren terminar la labor que llevaban posponiendo. Es irónico que ellos pretendan huir del humo de la pólvora, de las familias perfectas y de las canciones decembrinas, escondiéndose aquí, donde brotaron tantos recuerdos: la fiesta del matrimonio, mi nacimiento, los deseos de año nuevo. Hacia donde quiera que miren, nuestras versiones anteriores se ven difusas y felices, bailando, tomando chocolate, asomándose por las ventanas. El fantasma del pasado habita este lugar y por más que reformen todo, siempre harán eco sus carcajadas.
Luego de la silenciosa pausa, regresan para terminar de recoger las cosas y así dejar los muebles vacíos. No entiendo cómo siguen con tanta energía, entrando y saliendo, limpiando.
Ahora son las diez de la noche. Dejan los paquetes listos en la sala. Luego, llevan troncos de madera y los disponen en la mitad del prado, recogen hojas secas y forman un montón de leña lista para comenzar. Papá toma un trozo de periódico, lo entorcha y lo ubica entre los maderos. Saca un encendedor y con cuidado enciende la yesca, mientras mamá, llena de furia, raja más leña. No puedo descifrar si de su rostro tenso y enrojecido va a nacer el llanto o quizás una sonrisa. No conocía esa expresión tan ruda en ella. Y me gusta.
Ellos dicen que necesitan estar solos para tomar decisiones, pero la verdad es que se zafaron de la cena navideña en Bogotá para evitar que la tía Rosalba los abrace fuerte, los tome de las manos y luego los mire con cara de lástima. Tampoco quieren que el esposo de mi prima Juliana les pregunte cómo siguen y finja prestarle atención excesiva a su respuesta. Mucho menos, aunque me aman, quieren que el tema de conversación familiar, con villancicos de fondo, sea la vida traviesa que yo protagonizaba.
Ya casi es medianoche. Papá y mamá se sientan en el prado y divisan las diminutas luces que titilan en el pueblo. Yo creo que más allá de la añoranza o de la envidia, cuando imaginan a la gente en cada una de sus casas sienten alivio por estar donde están. Porque se encuentran a kilómetros de las abuelas que cocinan cansadas y revuelven una olla gigante de ajiaco, mientras los abuelos toman cerveza con el resto de la familia, ellos sí recién bañados y estrenando ropa, sentados en torno a una mesa larga y llena de botellas.
Tampoco tienen que aguantar a la cuñada burlona que comenta a la niña cómo está de gorda, ni al tío que presume el carro que compró este año, aunque esté endeudado hasta el alma. Ahora se notan tranquilos por estar aquí, cada uno en su mundo, al margen de todas esas situaciones, de ese ruido que les aturde.
A lo lejos se escuchan las campanas repicar y ellos se levantan rápido para entrar a la cabaña. Ya saben lo que tienen que hacer. Papá se asoma a la puerta sacando la primera caja. Se ven las piernas de mamá, que viene corriendo detrás con la segunda. Ambos van con paso firme hasta la fogata y sin vacilar arrojan todo a las llamas. Duele, pero es lo mejor.
Papá atiza el fuego y mueve los maderos para que los cachivaches se integren en la fogata. Cuando terminan de descargar todo, por fin hablan para desearse feliz Navidad, abrazarse fuerte y sonreír. Me parece increíble verlos así, cerca, unidos. Si hace algunos días se detestaban.
Los brazos de papá rodean la espalda de mamá. El rostro plácido de ella reposa sobre sus hombros. Así como cuando eran dos jóvenes padres bailando merengue en las fiestas familiares. Yo me adentraba en su baile para verlos desde abajo, cantando desafinado y gozando enamorados. Todo es tan parecido, solo que ahora la música la interpretan los grillos en la montaña. Así no me vean, me acerco y participo en este abrazo.
La hambrienta fogata se dibuja en los ojos de mamá y ese montón de cosas: mi rostro desfigurándose en las fotos y la ropa incinerada, se consume junto al dolor que les causa mi recuerdo. Quisiera pensar que siempre van a estar juntos, pero no es así, porque como dos líneas rectas se cruzaron para alejarse y yo tan solo fui la causa de que permanecieran más rato del debido compartiendo ese violento encuentro. Perdón, les regalo mi ausencia. Llevo con mis leves restos el motivo que los ataba. Felices vidas. Nunca más los obligaré a verse.
LIZETH RÁTIVA (LIZST) (*)
Especial para EL TIEMPO
(*) Nació en Bogotá, en 1990. Psicóloga y actriz, fue ganadora del Concurso Nacional de Escritura Colombia, territorio de historias (2020).