¿Los han visto? Deambulan. A veces, van y vienen hasta el mismo punto, porque algunos desconocen su origen y destino. Han perdido la noción del tiempo y el espacio: confunden las noches con los días y no saben si transitan por espacios abiertos o cerrados; al fin y al cabo, van encerrados.
Quizás por ello velan en sus propias habitaciones, donde guardan sus cuerpos mientras se sumergen en los universos que se han creado para ellos en las recientes décadas.
Ya no diferencian la realidad, a veces ruidosa, frente a esos contenidos que aparecen en el
artefacto electrónico, que siempre llevan en sus manos, y que
debe resultarles muy incómodo al momento de defecar o tomar un baño, pero que no quieren soltar.
En la práctica, este es una prótesis que, en vez de suplir algún órgano vital, continúa aplastándoles los residuos de voluntad y dictándoles las instrucciones de este amaestramiento globalizado.
Los paralíticos mensajes de su mundo llegan en códigos destrozados, en una especie de tartamudeo, pero escrito, y solo suficiente para que sigan anclados en esta colectiva enajenación. Están impedidos para defender un lenguaje, que equivale a defender un pensamiento, porque en ellos uno y otro se siguen reduciendo. Les toma un esfuerzo descomunal construir una oración simple.
La diferencia con 'The Walking Dead' consiste en que los personajes de esta serie al menos pretenden recobrar la vida. No obstante, en esta época y en este ámbito, hay convulsiones extrañas en infinidad de humanos cuando se separan de estos rectángulos multicolores y, cuando rara vez esto sucede, solo buscan recuperarlo a como dé lugar, como el adicto cuando lucha por una dosis suficiente para aplacar las ansiedades.
Y dicen que para todos hay, y de todos los modelos; ningún mercado repara en los efectos contra la libertad o su desaparición.
Las avenidas, centros comerciales, aeropuertos, oficinas, parques, playas y montañas solo son necesarios para ellos porque debajo hay un suelo que los sostiene y les permite reanudar su hipnosis. Dicen estar siempre “conectados” (¡y presumen de ello!), pero pocos saben que el verbo preciso es “encadenados”.
Es posible que esta panorámica surja únicamente en mi imaginación y que nadie proceda así en las grandes ciudades del mundo, que nadie estorbe las entradas de los edificios, colegios, estaciones, almacenes, o reduzca el tránsito en las aceras y los puentes peatonales, porque el ritmo del caminar debe corresponder al ritmo del pensamiento.
Sí, a lo mejor es solo una invención mía, una pesadilla nada más. ¿A quién se le ocurre hablar de retroceso cuando nunca antes la humanidad se “desarrolló” tanto como ahora?
Nada extraño que esa idea sea solo un pesimismo fastidioso, que en los autobuses, a pesar del hacinamiento obligatorio en que los diversos humores se funden, nadie saque su dosis ilimitada de irrealidad, aun en la peor de las condiciones para movilizarse, y con el rostro aplastado contra una ventanilla.
Los menos notorios llevan un cable cuyo extremo se fija en los oídos o que los ensordece con unos audífonos, mientras la cabeza se mueve diciendo “sí, sí, sí…”. El mundo real les aterra; pensar por sí mismos es como verse en el espejo; las falsas aprobaciones (“likes”) son su estímulo para seguir respirando.
Viven según el parecer de otros; el criterio para ellos es tan concreto como Campanita y Peter Pan para nosotros. Creen que es posible hacer amigos con espejismos, y les sonríen. Solo obsérvenlos.
Infinidad de niños, adolescentes y adultos actúan de manera parecida con esta luciferina caja de Pandora. En estos últimos es posible que la visión del mundo aún conserve los rastros de la niñez: la fantasía incontrolable y el pavor a la realidad. Muchos de ellos suponen que las conductas generalizadas son válidas porque se han masificado y aseguran que la costumbre debe aceptarse, a pesar de contravenir la sensatez y el sentido común, los cuales, por supuesto, no saben cómo identificar. Viven todo el tiempo conectados y nunca están comunicados. ¡Qué paradoja!
En una vía arteria, pasan veloces los tractocamiones a pocos centímetros de sus espaldas, y jamás se enteran de ello por estar lelos en la ficción absoluta de sus achatadas pantallas.
La noción del espacio y del tiempo se diluye: ni siquiera recuerdan la cantidad de calles que transitaron o los incontables minutos que le restaron a la existencia, a veces pisando los cremosos desechos perrunos.
Otros más se alegran al ver cómo sus hijos de pocos días de nacidos ya resbalan sus deditos por una pantalla; así les destrozan el futuro porque los hechos son a otro precio en las escenas de la realidad. Aunque los pequeños froten indefinidas veces esos deditos ante las alegrías o las tragedias, ni unas ni otras dejarán de ser lo que son; las evidencias no se borran de un manotazo.
En la virtualidad, pueden viajar por los siglos; en la realidad, solo tienen el siglo XXI. Durante el día, pueden prolongar las noches en ese mundo de remedo; pero el Sol no se oculta con un clic: deben esperar 12 horas en promedio.
Los esclavos de ese bazuco electrónico quieren replicar la ficción en la existencia misma, en la que se nace y se muere, en cada caso, una sola vez, pero, al parecer, lo han olvidado.
En un videojuego, podrán morir infinitas veces y gritar “me mataron”; sin embargo, en la realidad ni siquiera se darán cuenta de ello cuando llegue ese instante definitivo: estarán revisando el último mensaje.
Con vuestro permiso.
JAIRO VALDERRAMA V.
UNIVERSIDAD DE LA SABANA