Opinión

Bucle

No hemos podido superar los días de las violencias políticas, ni las guerras contra los narcos, ni los asedios a los magistrados.

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La historia de Colombia es más trauma que historia. El trauma es un bucle: la incapacidad de sostener una conversación sin deslizar, cuando el interlocutor menos lo espere, el pasado que fue injusto e infame, el duelo que ha sido imposible. Hablamos de la guerra bipartidista, del Bogotazo, de la Violencia, del Frente Nacional, de la guerra contra los narcos, de los asesinatos de Pardo y Jaramillo y Galán y Pizarro y Gómez y Garzón, del reino del secuestro, del rosario de masacres en el nombre de la patria, de la victoria del no y del horror contra el estallido social, pero no lo contamos, sino que lo padecemos, porque aquí lo que pasó sigue pasando. Y el colmo de esta nación varada en sus heridas es el plan –revelado la semana pasada– para atentar una vez más contra el Palacio de Justicia.
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Pienso y pienso en el infierno del Palacio de Justicia, que empezó el miércoles 6 de noviembre de 1985, pero aún no termina, porque un tío que llamaba todos los domingos, el magistrado auxiliar Lisandro Romero Barrios, fue asesinado entre los fusilamientos de la madrugada; porque el consejero Humberto Mora Osejo, amigo entrañable de la casa, nos dijo “voy a salir a hablar con los guerrilleros” y después desapareció y luego se salvó de milagro; porque el Dodge Alpine de mi otra familia, la Magyaroff de la Lombana, quedó parqueado en uno de los sótanos unos minutos antes de que entrara el M-19, y fue recuperado unos días más tarde, y porque yo acompañaba a mi mamá cuando ella trabajaba en el Consejo de Estado, y el consejero Enrique Low Murtra me daba ideas para las carreras de carros que me inventaba en los pasillos.
No tenemos que caernos bien ni tenemos que perdonarnos. Pero a estas alturas de la guerra tenemos que estar de acuerdo en que la odiamos.
Podría decirse que el M-19, que fue una respuesta al atrincheramiento del Frente Nacional, empezó a hacer la paz porque el horror en el Palacio solo fue símbolo de barbarie. Hizo la paz. Sus voces más cuerdas, Antonio Navarro, Camilo González, Vera Grabe, sirvieron no solo a la resistencia democrática, sino a la enmienda de este Estado tan habituado al estado de sitio que sin embargo fue capaz de redactar una Constitución progresista –la de 1991– que fue un primer paso para que el país de los políticos se pareciera más al país. Que el presidente venga del M19, de su anarquía, de su simbolismo, del fiasco de su violencia y de su paz, tendría que llamarnos a la redención. Pero las tres ramas del poder están una vez más en alerta roja, y el centro de Bogotá se ve inquieto desde la Casa de Nariño hasta el Capitolio, porque esto es un trauma.
Hace ocho días nomás fueron encontrados, en dos allanamientos a un par de casas del sur de la ciudad, unas maletas plagadas de explosivos junto a unas maquetas siniestras del Palacio de Justicia. Cualquiera de los grupos armados con los que se está buscando la paz, cualquier banda empeñada en gritarle a un país que está escuchando, podría andar detrás de este nuevo plan de atentar contra nuestros tribunales. Y quiere decir que no hemos podido superar los días de las violencias políticas, ni las guerras contra los narcos, ni los asedios a los magistrados, ni los rencores con las voces que un día fueron capaces de dejar las armas. Colombia se muerde la cola. Y este ataque contra una rama judicial habituada a los asedios –un ataque que hay que dar por cometido– es una oportunidad para aclarar que lo que es con los jueces es con todos.
Basta amar la vida para pararnos entre la violencia y los magistrados. No es necesario haber acompañado a la mamá por los pasillos de madera del Palacio ni haber crecido entre funcionarios inverosímiles que daban la vida por la causa de la justicia. No tenemos que caernos bien ni tenemos que perdonarnos. Pero a estas alturas de la guerra tenemos que estar de acuerdo en que la odiamos.

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