Tenemos la guerra enfrente: si este país miope aprieta los ojos, en uno de sus arrebatos de coraje, puede ver las 581 masacres, los 661.000 desplazamientos y los 1.631 defensores de derechos y 425 firmantes de paz asesinados desde la firma del milagroso acuerdo de paz de 2016. Pero conviene lidiar con compasión –porque ya se están oyendo a leguas– las voces que llaman a apagar el incendio con fuego. Los espíritus que repetían “esto lo que necesita es un dictador tranquilo” han reencarnado en los aturdidos que repiten “aquí lo que falta es un Bukele”. Y, como nos lo ha probado la historia colombiana, a los gritos, desde las guerras bipartidistas hasta el plebiscito que se llevó el no, la clave no es vencer, sino convencer; no es derrotar, sino reconocer.
Podría dedicarse uno, que puede darse esos lujos, a reducir a “fachos” o a “tibios” o a “privilegiados” a quienes están empezando a pensar que la solución va a ser un gobierno que se tome a pecho el tema de la seguridad. Pero es un vicio, y es, sobre todo, un error político, menospreciar los miedos ajenos. Y lo sensato es reconocer, como el ministro de Defensa, que avanza la osada, necesaria, desparramada Paz Total que ha puesto al Gobierno a hablar con el Eln, el Estado Mayor Central, la Segunda Marquetalia, el Clan del Golfo, las Autodefensas de la Sierra Nevada, las Bandas de Medellín y las Bandas de Buenaventura, pero no solo ha crecido de modo trágico el número de hombres en los grupos armados ilegales, sino que se ha ido perdiendo el control del territorio.
Colombia tiene, una vez más, el agua al cuello: crecen los raptos, crecen las extorsiones, crecen los panfletos terminantes. Qué tal los cien soldados secuestrados en Guaviare. Qué tal el paro armado del Eln en el Chocó. Qué tal el plan para matar al presidente. Y sin embargo, para que no volvamos a caer en la trampa de responderle al horror con más horror, para que no volvamos a cometer el error de elegir gobiernos enseñados a contar cuerpos, hay que poner los pies en la tierra: resulta esperanzador ver que el ministro del Interior, que cada año le escribe una carta a su padre asesinado por el Eln, está asumiendo la obligación democrática de hacer política con todos los sectores, de retomar la implementación del acuerdo de paz, de concertar las reformas vitales para que no parezcan ni sean venganzas.
Qué guerrilla va a pactar la paz con un gobierno que no proponga marcos jurídicos ni crea en el Estado.
Yo no soy el problema: yo voy a votar siempre por líderes que hagan parte de nuestra cultura de paz. Pero también tienen razón –no son burgueses, sino humanos– los ciudadanos que les temen a los gobiernos que desprecian el miedo a perder lo que se ha ganado a pulso. Y si lo que se quiere es fortalecer la democracia, o sea servirle a un escudo que diga “libertad y orden y justicia y convivencia”, es fundamental que el progresismo deje de pensar que la oposición es bruta, que la lucha liberal es menor, que la seguridad no es un bien esencial, que trabajar con la empresa privada es claudicar, que el régimen de Maduro tiene algo que ver con la resistencia setentera al antimperialismo: es fundamental que el Gobierno se asuma como otro eslabón de la cadena de este Estado errático que sin embargo ha sabido juzgarse y reformarse.
Qué figura, si no es la de un Estado cargado de historia, empeñado en darles lugar a todas las voces democráticas, capaz de reconocer barbaries como las de los falsos positivos, dispuesto a firmar e implementar los acuerdos de paz, puede sentarse a negociar con los grupos armados ilegales. Qué guerrilla va a pactar la paz con un gobierno que no proponga marcos jurídicos ni crea en el Estado.
Se ve la guerra. Y hablar de paz no puede seguir siendo un triunfo de los violentos, no, tiene que ser la cordura de un país de verdad.