Explicativo

Volver a las raíces: la historia de una madre que regresó a El Aro con su hijo

Ligia Sucerquia escapó de la masacre paramilitar en 1997 y se asentó en el barrio Ciudad Bolívar, de Bogotá. 27 años después, mismo día en que el Gobierno entregó títulos de propiedad por más de 600 hectáreas a familias víctimas de ese exterminio, recorrió el caserío por primera vez con su hijo.

Santiago y Ligia Sucerquia caminan en el corregimiento de El Aro, Ituango, Antioquia. Foto: María Camila Tamayo Agencia Nacional de Tierras.

PeriodistaActualizado:
Por primera vez en 27 años, Ligia Sucerquia Arango está de pie junto a uno de sus hijos frente a las ruinas de las tapias que la vieron convertirse en adulta. Allí, en El Aro, la maleza del suelo de lo que en algún momento fue una casa llega casi hasta las rodillas y abraza los muros fabricados con tierra pisada. De algunas estípulas brotan flores blancas y todo en su conjunto es un vestigio más de la masacre paramilitar de 1997, una tragedia de la que Ligia Sucerquia alcanzó a escapar con unas cuantas semanas de embarazo.
El camino que recorrieron para llegar hasta aquí fue largo: salieron del barrio El Paraíso, en Ciudad Bolívar (Bogotá), hasta el aeropuerto El Dorado y volaron hacia Medellín. De allí emprendieron un viaje de cinco horas en carro hasta Puerto Valdivia; y desde este municipio de Ituango de desplazaron hasta la quebrada El Arito, donde comienza el empedrado camino de herradura que conduce hasta El Aro. Sin mulas, Ligia y Santiago tuvieron que superar este estrecho y empinado trayecto de la cordillera occidental a pie.

El Aro, Ituango, Antioquia. Foto:Juan Pablo Penagos / El Tiempo

Si a lomo de mula una persona puede tardar dos horas en llegar al caserío, caminando puede ser el doble, o incluso el triple, si no se está acostumbrado. Los zapatos de Ligia no resistieron y se dañaron. Sin embargo, había una razón poderosa para no detenerse: por primera vez un Presidente (Gustavo Petro) iba a visitar ese corregimiento 'olvidado' y, junto a una comisión de la Agencia Nacional de Tierras, les entregaría títulos de predios por más de 600 hectáreas a 35 familias que padecieron uno de los capítulos más crueles de la guerra en Colombia.
"El Aro lo conocieron por la crueldad del hombre, por la maldad, la sevicia, la ambición y el odio. Por ganas de cobrarle al otro lo que no ha hecho. La gente merece que les digan 'aquí estamos'", expresa esta mujer de 58 años.
A pesar del esfuerzo, no alcanzaron a llegar al evento del 2 de agosto. Cuando llegaron, a las 8 de la noche, el presidente Gustavo Petro y el director de la Agencia Nacional de Tierras Juan Felipe Harman, y su comitiva ya se habían ido hace más de tres horas en helicópteros. La posibilidad de presenciar esa reparación se esfumó, pero el recibimiento de la gente hizo olvidar el desconsuelo. En celulares les mostraron fragmentos audiovisuales de la entrega como la que protagonizó José María Barrera, el 'cantante' de El Aro, entonando la canción que compuso hace años para recordar a las víctimas de la masacre.
De vuelta a las ruinas que observan Ligia y el menor de sus dos hijos -una hora después de llegar al caserío-, la madre recuerda lo que en algún momento supo ser ese corregimiento de Ituango antes de ser devorado por la violencia: un pueblo próspero, donde campesinos de otras veredas llevaban sus mercancías diariamente, donde era raro que muriera alguien o que se escuchara una mala palabra.
Las calles, dice, eran caminos completos de piedra que se asemejaban a Villa de Leyva. Hoy hay más barro que piedra y las que todavía quedan están rodeadas de pasto y maleza.

Ligia Sucerquia. Foto:María Camila Tamayo Agencia Nacional de Tierras.

Son las 9:30 de la noche y El Aro es una fiesta. Los campesinos escuchan música y toman cerveza. Mientras tanto, Santiago se dirige hasta el centro, donde hay un busto del Libertador Simón Bolívar, cuya pintura azul se ha desprendido casi por completo de las columnas, y una placa cercada por cuatro estacones donde están escritos los nombres de las 15 personas asesinadas por los paramilitares.
Santiago, quien a sus 24 años trabaja en Bogotá como auxiliar de coordinación de despachos en una empresa de plástico, enciende la linterna del celular y lee los nombres Wilmar de Jesús Restrepo Torres, Olvris Fail Díaz, Otoniel de Jesús Tejada, Nelson de Jesús Palacio, Guillermo Andrés Mendoza, Omar Iván Gutiérrez, Dora Luz Areiza, Marco Aurelio Areiza, Omar de Jesús Ortiz, Fabio Antonio Zuleta, Rosa Areiza Barrera, Arnulfo Sánchez, Alberto Correa, José Darío Martínez y Luis Modesto Munera. Luego, quita el polvo que reposa sobre la placa y toma una foto como para que la memoria se mantenga intacta.

Placa en memoria de la víctimas de la masacre de El Aro. Foto:Juan Pablo Penagos / El Tiempo

Cuando aproximadamente 150 hombres de las denominadas Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU) conocidos como los "Mochacabezas" llegaron al corregimiento entre el 22 y el 26 de octubre de 1997, Ligia tenía 31 años. Fue una de las tantas personas que, en contrataste con los oídos sordos de las autoridades, tomó en serio los avisos de que dicho grupo iba a arrasar con el caserío. A finales de septiembre huyó de El Aro para cuidar su vida y la de Nicolás, el primero de sus dos hijos, quien llevaba apenas semanas en su vientre.
Entonces, decidió irse sola a Bogotá. En pocos días consiguió trabajo como niñera en un conjunto del barrio Castilla y fue allá, al sexto día de la masacre, cuando pudo escuchar la noticia de la sangrienta incursión paramilitar. Ahora bien, sostiene que en las jornadas anteriores experimentó una angustia en su pecho que no supo explicar. "Era horrible, pero no sabía por qué. Duré tres días mal y no sabía nada. No tenía ni idea qué pasaba, eso es como una conexión".
De todas formas, dice que jamás se le olvidará la escena del lunes 27 de octubre con el portero del conjunto donde trabajó, cuando finamente supo la noticia:
Se entraron al corregimiento de El Aro y hubo una masacre>> sonó en la radio.
-¿Qué fue eso?- preguntó ella al portero.
-Los paramilitares se entraron a un pueblo que se llama a El Aro y como que mataron a todo el mundo- masculló el señor.
En ese momento se le erizó la piel y su primera reacción fue llamar a su mamá, quien sí se había quedado en el pueblo. Nadie contestó. Al final de la tarde, después de horas y horas de insistir, cuando porfin apareció alguien desde la otra línea, esto fue lo que le dijeron: "¿Qué hijueputas quiere? ¿O quiere subir aquí y que también le demos?", y colgaron.
Su hijo interrumpe y señala atrás del busto de Bolívar. Hay una caseta, pero manifiesta que en ese preciso espacio estuvo el teléfono público -el único del pueblo- desde el cual los 'paras' le contestaron a su madre. Lo sabe porque ha leído y estudiado la historia de El Aro. Al costado se ven las ruinas de la antigua estación de la Policía y la sede de la Alcaldía. Son unos de las tantos pisos que quemaron y que nunca se repararon.
A las dos semanas, Ligia se logró comunicar con su mamá. Se había desplazado a Tarazá. Tanto ella como otros campesinos que conocían bien las montañas se escondieron y evadieron la tortura.

Todo cambió a los 14 años

Los orígenes de El Aro casi no están documentados. Pero la memoria de mujeres como Ligia Sucerquia pueden ser plataformas para reconstruir su historia. Y es que de acuerdo con sus palabras ella es, ni más ni menos, descendiente de los fundadores del corregimiento.
"Si usted busca la historia de Ituango, los Sucerquia fueron de los primeros colonizadores. Entraron por Urabá. La abuela de mi mamá era la señora Lidia Mora y el esposo de ella era de apellido Torres. Los Torres Mora fueron los que fundaron esto acá (señala el centro de El Aro). Pocas personas saben de dónde vienen sus padres, pero yo sí lo tengo claro porque vivimos toda la vida aquí", explica.
Bajo esa línea habla con seguridad y señala una cumbre más arriba, a 15 minutos de El Aro, donde afirma haber vivido los primeros años de su vida.

El Aro, Ituango, Antioquia. Foto:Agencia Nacional de Tierras

"Era una finca que se llamaba San Mateo", cuenta. Allí vivía junto a su madre, 14 hermanos y el hombre que más amor le entregó en su vida: su padre. Ligia es una mujer que difícilmente llora, pero hablar de Paulo Emilio Sucerquia es doblegarse a la nostalgia. Por él hasta los 14 años prácticamente nunca tuvo que montar sola una mula y era tal el vínculo afectivo que a esa misma edad no podía comer sin él.
Por eso, para Ligia, su vida no cambió con la masacre, sino con la temprana muerte de su padre. Tras sufrir un paro cardio respiratorio, su tío Miro Arango aprovechó para reclamar un seguro equivalente en aquella época a los 8 millones de pesos los cuales había pagado Paulo Emilio Sucerquia durante años de trabajo con la caja agraria. A sus sobrinos los dejó sin nada y este se enriqueció adquiriendo muchas propiedades y mulas de El Aro.
"El día de la masacre lo único que no tenía mi tío eran unas cuantas casas y la iglesia. Comenzó a comprar todo y cuando murió todo volvió a nosotros. Pero ya no teníamos papeles, ya no teníamos nada. Todo lo habían quemado", relata.
En paralelo llegó otro duro golpe para esta mujer. A los 15 años, un año después del fallecimiento de su padre, su madre la obligó a irse de la casa. "Mijita, yo ya tiré mi cabuya, tire usted la suya porque ya no tiene papá 'pa' que la defienda", le dijo.
Buscó entonces techo en la casa de Esther Jaramillo, una de las mejores amigas de sus padres. Y allí creció moliendo bultos de maíz y cortando leña para arepas. Esa casa que hoy tiene marcas de abandono y que es la misma que le enseñó al comienzo a su hijo, también fue comprada por su tío. 

Regreso a El Aro, división y título 

"Acá en esta plaza acostaron a todos los que iban a matar", le cuenta Ligia a Santiago. Están debajo de las escaleras que conducen a la entrada de la iglesia. Santiago sube, toca las paredes y mira la cruz que hay en la cima. Tiene suerte que a esta hora, cerca a la medianoche, la neblina no ha subido al caserío, sino, sería imposible verla.

Ligia y Santiago Sucerquia. Foto:María Camila Tamayo Agencia Nacional de Tierras.

Esta es su primera vez en El Aro después de la masacre, pero no la de su madre. Durante años, Ligia se negó a volver por miedo. Pero en el año 2020, sin trabajo, y en plena pandemia, decidió regresar. Pero El Aro era ya un pueblo muy distinto al que había conocido. "No era nada", comenta.
Aunque no conocía a casi nadie, aún estaban sus hermanos Carlos y Daimer. Los demás se habían ido a otros municipios y todavía estaba la tarea de dividir las propiedades que les dejó el tío tras su muerte. Pero no fue sencillo.
"Cuando volví, mi hermano (Daimer) me dijo: “Usted no tiene nada que hacer aquí, se me va", y me echó a los tres días. Se vio amenazado y yo le dije, pero venga, es que eso no es suyo ni mío. Eso es de todos", recuerda.
Los hermanos ya habían vendido gran parte de las propiedades. Para no perder todo, Ligia organizó una reunión con la presencia de varios líderes del caserío. Allí se definió que ella se quedaría con una tapia naranja en ruinas y cubierta en gran parte de maleza, la misma en la que vivió por 16 años.
Actualmente, en El Aro, la Agencia Nacional de Tierras ha formalizado 1.719 hectáreas de tierra fértil para cultivar y quedan alrededor de 100 títulos por entregar en este proceso.
El 15 de junio de este año, en Medellín, Ligia recibió el suyo. Cuando le dieron los papeles se comenzó a reír. De repente, esa risa se transformó en un llanto inconsolable que representó el cierre de un largo camino de despojo.
"Yo no le lloro a nadie, no le suplico a nadie, no me meto con nadie. Pero lloré el día que recibí los títulos. No lloraba hace 26 años desde el nacimiento de mi primer hijo", explica.
Ya es la medianoche del sábado y este mismo día tienen que regresar a Bogotá. Saldrán muy temprano pues el trayecto hasta el Aeropuerto Internacional José María Córdoba de Rionegro es largo. Pero Ligia y Santiago todavía quieren disfrutar. Las luces que iluminan el centro de El Aro se apagan, pero la euforia campesina no se detiene en la cantina. Hacia allá van.
"Ninguno de mis hijos había venido. Para mí sí significa que venga, pero me gustaría que ayudaran más a la gente de acá, porque fue muy fácil salir corriendo", confiesa Ligia. La Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) dictó sentencia en el caso de las masacres ocurridas en El Aro y La Granja el 1 de julio de 2006. Dicha sentencia condenó al Estado colombiano y le ordenó reparar psicológicamente a las víctimas, reconstruir sus viviendas y levantar una vía de digna desde Puerto Valdivia.
El tratamiento psicológico nunca llegó, la reconstrucción de las viviendas quedó inconclusa y algunas, dicen los campesinos, se están cayendo. "Nos mojamos más adentro que afuera". La carretera, por su parte, a cargo de Empresas Públicas de Medellín (EPM), apenas lleva 50 metros.

Ligia y Santiago Sucerquia. Foto:María Camila Tamayo Agencia Nacional de Tierras.

Antes de irse, Ligia reconoce que le gustaría volver a vivir en El Aro, aunque ite que es difícil separarse de sus hijos y abandonar su trabajo como acompañante de adultos mayores en hospitales de Bogotá. Sin embargo, sueña con construir un hospedaje en las ruinas de las tapias que están llenas de maleza. Un lugar, dice, para que sus hijos y las personas que visiten El Aro tengan donde quedarse; para que este caserío vuelva a ser el pueblo próspero que fue antes.
JUAN PABLO PENAGOS RAMÍREZ
Enviado especial a El Aro

Sigue toda la información de Política en Facebook y X, o en nuestra newsletter semanal.

Conforme a los criterios de

Saber más
Mis portales

¡Notamos que te gusta estar bien informado!

¡Notamos que te gusta

estar bien informado!

Para continuar leyendo, si ya eres suscriptor:

En este portal utilizamos datos de navegación / cookies propias y de terceros para gestionar el portal, elaborar información estadística, optimizar la funcionalidad del sitio y mostrar publicidad relacionada con sus preferencias a través del análisis de la navegación. Si continúa navegando, usted estará aceptando esta utilización. Puede conocer cómo deshabilitarlas u obtener más información aquí