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Los niveles de intemperancia se repiten a diario y ya hacen parte de la lista de temores. 

El golpe que, presuntamente, le propinó la DJ dejó una gran inflamación en la frente de la azafata.

El golpe que, presuntamente, le propinó la DJ dejó una gran inflamación en la frente de la azafata. Foto: Instagram: @camilagutierrezdj / Twitter: @KellyPasa

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Qué difícil se está volviendo ser servidor público. Y no me refiero solamente a los funcionarios que prestan sus servicios en entidades oficiales, que, hay que decirlo, la mayoría cumple con una buena labor, pero hay una minoría (eso espero) que simplemente pelecha del Estado, cumple horarios mediocres, se afilia a sindicatos mañosos y solo esperan terminar sus vidas como pensionados. No, me refiero a esas personas –hombres y mujeres– que a diario atienden nuestros requerimientos. Desde una cajera de banco o un conductor de bus hasta el obrero que construye vías, el que arregla el césped o limpia la calle; la mujer que nos recarga la tarjeta en TransMilenio o el vigilante del conjunto.
Por lo general son personas humildes, honestas, trabajadoras, que deben desempeñar el trabajo más ingrato de todos: atender gente. O hacer cosas para que nos sintamos mejor los ciudadanos.
Dice una excelente crónica de Alberto Salcedo que el cantante Diomedes Díaz tuvo el trabajo más triste del mundo: ser espantapájaros en los cultivos de algodón del Caribe cuando apenas era un niño. Uno podría decir lo mismo de las personas que han sido víctimas recientemente de toda suerte de vejámenes solo por cumplir con su labor: prestar un servicio público.
Vean ustedes cómo es la cosa. Hace unas semanas, el 27 de octubre, una joven energúmena maltrató a una azafata de Avianca. No fue solo una agresión física, sino que se despachó en insultos de grueso calibre, palabras ofensivas con las que pretendía rebajar su condición de mujer trabajadora. ¿Cuál fue el motivo? Que la agresora no quiso atender el pedido de usar tapabocas antes de ingresar al vuelo.¡Hágame el favor! Una norma elemental, básica, que nos la impuso el covid-19, no la azafata. Pero en este caso, haciendo gala de una superioridad moral que no se entiende, la agresora la emprendió contra la más débil. Y tras maltratarla, añadió: “Le pegué por estúpida”. ¿Quién fue más estúpida?
Hace apenas unos días se presentó otro hecho similar. También contra una azafata de la misma aerolínea. Pero esta vez fue una DJ de Cali, conocida como Camila Gutiérrez, quien en aparente estado de embriaguez golpeó a la funcionaria cuando esta no la dejó abordar un vuelo porque la joven se había equivocado de aerolínea. Y en lugar de reconocer el error, la DJ se desquitó contra la trabajadora, que tuvo que recibir varios días de incapacidad.
Valga señalar que la DJ se disculpó al día siguiente, reconoció valerosamente su error y reprochó su propia actitud. Muy bien me parece, al menos ella fue consciente de su pésima acción.
Dos emblemáticos casos de intolerancia en un lapso muy corto que obligan a preguntarnos, por enésima vez, qué nos está pasando. Por qué estamos destilando odio a cada momento y contra quienes ni siquiera conocemos. Esas ganas de ofender y herir ante el más mínimo percance nos está llevando a cometer acciones que rayan en lo criminal.
Infortunadamente ya pasamos esa raya también. A finales del mes pasado, Cristian, un trabajador del IDU, fue asesinado por un sujeto que no aceptó que le llamaran la atención por transitar con su moto sobre el andén. Fue Cristian quien le hizo el reclamo, y a cambio recibió varias puñaladas con un destornillador. Minutos más tarde estaba muerto, antes de cumplir los 30 y con dos niñas a las que no pudo ver crecer. Después de esto, se sabe que las personas que trabajan en obras públicas suelen ser objeto de constantes maltratos, los insultan, agreden, les reclaman y responsabilizan del caos de la ciudad.
Los niveles de intemperancia se repiten a diario y ya hacen parte de la lista de temores que sentimos al salir a la calle. Y pasa al revés: el funcionario de Migración que golpeó a un viajero en el aeropuerto El Dorado confirma lo dicho: ser funcionario se ha vuelto un dolor de cabeza para bien y para mal. Acá también hubo disculpas del agresor, pero el mal está hecho, el desprestigio personal y familiar también. Cada incidente que envuelve a un servidor público, bien porque es objeto de un agravio o porque él mismo lo comete, desencadena una serie de consecuencias que van desde el escarnio público hasta el repudio familiar. Yo no sé si todo esto hace parte de esos análisis que se han vuelto tan comunes y que tienen que ver con las secuelas del covid-19: las enfermedades mentales, un tema sobrediagnosticado y para el que hacen falta más campañas. Lo que sí resulta inaplazable es que en algún momento habrá que parar, hacer una pausa y abrirle espacio a la reflexión. La discordia, la intransigencia y el extremismo al que estamos llevando cualquier discusión o cualquier reclamo están derivando en un conflicto permanente. Seguramente el covid-19 tiene algo que ver, pero también la política que se expresa con odio, la situación económica de muchas personas y las redes sociales, principales depositarias de ese arsenal de rencores y de rabias que se han ido apoderando de nuestras vidas.
Cuando estuvimos largamente encerrados, se habló bastante de la empatía, de lo importante que resultaba ponerse en el lugar del otro para entender su situación y actuar en consecuencia. Tal parece que hasta eso hemos perdido.
ERNESTO CORTÉS
EDITOR GENERAL DE EL TIEMPO

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