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La historia de la mujer que rastrea a los infectados de covid-19
Joven bogotana lidera uno de los equipos que todos los días salen a buscar personas contagiadas.
En Bogotá hay cerca de 2.000 rastreadoras de contagiados con covid-19. Foto: Secretaría de Salud de Bogotá
Mucho antes de que millones de bogotanos empiezan a alistarse para ir al trabajo, Derly Maritza está golpeando a la puerta de alguna casa, edificio o empresa. La siguen otras tres personas. Todas van vestidas de pies a cabeza con trajes blancos, cofia, careta, tapaboca y guantes.
Desde que aparecen en la pequeña van blanca en la que se movilizan llaman la atención. Algunos curiosos se asoman por las ventanas y otros prefieren guardar distancia. Son los buscadores de enfermos de covid-19. Como ellos hay unos 2.000 que recorren todos los días la ciudad.
Cada equipo de ‘caza covid’, como también han sido llamados, está integrado por cuatro personas. Derly lidera uno. La acompañan el ingeniero ambiental Cristian Neme, la auxiliar de enfermería Deisy Torres y la profesional de toma de muestras Sandra Martínez. Ellos tienen a cargo 700 contagiados –otros grupos incluso llegan a 1.000–, a quienes ya visitaron y les tomaron la prueba y, además, les hacen seguimiento telefónico para conocer su evolución.
Derly Maritza López, quien en unos días cumplirá 30 años, estudió en un colegio público, se graduó en el 2013 como bacterióloga en la Universidad Javeriana y se especializó en Epidemiología en el Rosario e hizo maestría en Salud Pública en la Santo Tomás.
Desde finales de mayo, esta joven se vinculó al equipo de respuesta inmediata de la red suroccidente de la Secretaría Distrital de Salud, que atiende nada menos que a dos de las localidades con más contagiados: Kennedy y Bosa, además de Fontibón y Puente Aranda.
No es un trabajo fácil, ni comparable con otros. Muchos ni por toda la plata del mundo lo harían. Esto lo tiene claro Derly, a quien la mueve su vocación de servicio, la misma que hace más de una década la llevó a definirse por el área de la salud. Por eso, y por el ejemplo de su madre, una exregente de farmacia, decidió estudiar bacteriología.
“Decirlo es muy fácil, pero aplicarlo y vivir el día a día es lo complicado”, dice ella, quien antes de la pandemia trabajó para un centro de investigación en salud.
Un día normal para esta bacterióloga comienza con el reporte de la noche anterior o de la madrugada, en el que le indican los lugares donde hay informes de un caso probable o un brote. Estos reportes, explica, son el resultado de llamadas telefónicas, mensajes de correo o de WhatsApp y hasta rumores que circulan en los barrios sobre una persona o familia o grupo de infectados.
“Hay días que podemos hacer tres o cuatro visitas, o incluso hasta cinco. Esas visitas nos implican periodos de tiempo diferentes, porque dependen de si es una casa, empresa, plaza de mercado o fábrica. Puede ser que el equipo inicie labores a las 5 de la mañana y termine a las cuatro o cinco de la tarde, pero luego debemos seguir en la casa elaborando los informes”, dice esta bogotana que vive en la localidad de Kennedy.
Ella sabe que el más mínimo error le puede costar infectarse y, de paso, a su compañero, un abogado y funcionario de la rama judicial que ha asumido los roles de la casa, mientras ella sale a buscar casos de covid por el suroccidente de Bogotá, y que se convirtió en el apoyo y hasta en su paño de lágrimas.
“Hay días de días, unos más duros que otros, y hay días en los que uno termina haciéndose la pregunta: ¿vale la pena seguir?”, comenta la mujer, que, como pocos, es testigo en la calle, dentro de las casas, en apartamentos, bodegas y en fábricas de muchos dramas fruto de la pandemia.
Pero tal vez lo que más la aflige es encontrarse con personas que –a pesar de los cerca de 3.500 muertos que deja el virus en la capital– prefieren negarse a que les hagan la prueba y recibir atención médica. El argumento, cuenta contrariada, es que no creen en “el tal covid”, que es un invento o que no les va a pasar nada, e incluso que sus oraciones los van a sanar.
Derly no olvida la visita a una casa a mediados de junio, en el barrio María Paz, entre Corabastos y Patio Bonito. Al llegar en la van se encontraron de un momento a otro rodeados de varias personas. Primero fue uno que empezó a acercarse, como intentando husmear dentro de la camioneta; luego se sumó otro y después otro y otro…, hasta completar ocho personas. Eran habitantes de la calle y recicladores que los miraban con algo de asombro, como si acabaran de aterrizar del espacio.
Y si eso la intimidó y la hizo sentir desprotegida, lo que se encontró luego dentro de la vivienda de dos plantas y con los ladrillos expuestos al aire le tocó las fibras. En la construcción había un niño de unos 26 meses de edad con hidrocefalia, que gateaba sobre el piso de cemento polvoriento y donde a leguas se notaba que lo que abundaba eran las necesidades.
En la vivienda podían residir cinco o seis personas; no obstante, solo había dos adultos, una mujer y un hombre con edades entre los 50 y 60 años, quienes dijeron ser los abuelos del menor y se negaron rotundamente a recibir ayuda y dejarse tomar la prueba. Afirmaron, cuenta, que no era necesario porque ellos se encontraban con Dios. Y sobre los padres del menor solo se remitieron a decir que estaban trabajando.
“Durante dos horas intentamos convencerlos. Esa familia estaba contagiada con covid-19. Los adultos mayores no presentaban sintomatología, son de esos casos en los que uno dice ‘les fue bien’. Otros han entendido el riesgo cuando ya pierden a un miembro de la familia”, indica Derly, quien dice que solo pudieron hacer un registro fotográfico de las condiciones de la vivienda.
Y lo que más lamenta, y la sorprende, es que, en su labor de seguimiento a cada uno de los casos, ha intentado en muchas ocasiones ar por teléfono a esa familia. Pero tampoco atienden sus llamadas. Cada vez que insiste encuentra respuestas evasivas o un ‘estamos bien’ o ‘ya no viven aquí’ o ‘está equivocada’.
“Me cuelgan el teléfono”, dice lamentándose por no haber logrado aún mayor información después de incontables llamadas. “Si yo tuviera hijos y me dan la oportunidad de que les tomaran la muestra, yo lo haría”, dice la bacterióloga.
Los rastreadores de infectados con covid-19 visitan casas, empresas y fábricas. Foto:Secretaría de Salud de Bogotá
También la impactó el caso de una fábrica de pan en Fontibón, donde trabajan más de 100 personas y que a pesar de las medidas de bioseguridad, el virus los sorprendió. En unos pocos días pasaron de 10 a unos 25 contagiados. Tras la visita, el establecimiento cerró por varios días, mientras realizaron la desinfección profunda. Y los empleados debieron entrar en estricto aislamiento, junto con sus familias, para cortar la cadena de circulación del virus.
“Para uno es muy impactante. Se ven involucrados los empleos de muchas personas, de las cuales dependen muchas familias. Algunos se han recuperado y han podido regresar al trabajo, pero otros aún no”, comenta esta ‘detective’ del nuevo coronavirus.
Si bien asegura que no ha sido víctima de estigmatización, ya le tocó enfrentar una situación bochornosa. Hace unas dos semanas, visitando un conjunto residencial en Bosa, ella y su equipo fueron interceptados por un hombre, al parecer líder comunal, que de manera airada los expulsó del lugar. “Yo me le fui a presentar y me dijo: ‘No, no, no se me acerque, váyase de aquí”, cuenta Derly, quien reconoce que muchos se asustan cuando los ven con los trajes ‘espaciales’. Tal vez eso fue lo que pasó con el líder social.
Es por eso que la joven bacterióloga dice que los equipos de respuesta, como el que ella lidera, se crearon para brindarles una mejor atención a estos pacientes y llama a la solidaridad con los contagiados. “Uno no sabe cuándo se puede infectar. Hoy puede ser el vecino y mañana, yo”.