Ahora que Bogotá se apresta a celebrar los 50 años de la ciclovía, sin duda uno de los hecho más relevantes y emocionantes que le han pasado a la Bogotá de finales y principios de siglo, deben estarse revolcando en sus tumbas muchos de aquellos que no solo sentaron las bases para que la ciudad sacara adelante dicha iniciativa sino que también convirtieron la bici en un símbolo de la ciudad.
Y los que no se están revolcando porque siguen vivos, mirarán con tristeza lo que ha venido sucediendo con este medio de transporte. Que ha evolucionado, sin duda. De la popular Monareta de los 70 pasamos a las todoterreno y a las bicicletas que hoy cuestan un riñón.
Como quiera que sea, la verdad es que por el camino la fisionomía de la bicicleta y su funcionamiento sufrieron una despreciable mutación hasta convertirlas en adefesios con motor. Pero hubo algo más: la bicicleta, en su concepción básica, pasó de ser un vehículo sostenible, de dos ruedas, propulsado a pedal, a convertirse también en un medio eléctrico con características y formas de motocicleta difíciles de distinguir. Hoy por las ciclorrutas de la ciudad pululan estos aparatos que, por su tamaño y características, no dejan de ser una amenaza para los peatones. Son eléctricas, sí, pero ruedan como motocicletas disfrazadas.
Estamos considerando vender nuestro apartamento porque, los fines de semana, a lo largo de la noche y la madrugada, esas bicicletas transitan con su infernal ruido, alterando el descanso, sin control
Pero dejemos a estas últimas quietas por ahora y volvamos a las bicicletas de motor. Que siguen siendo una amenaza, que siguen pululando, que siguen siendo conducidas por bárbaros, que contaminan, hacen ruido, son peligrosas e ilegales.
Ya toqué este tema recientemente. Y hoy vuelvo sobre él gracias a la carta que me hizo llegar un lector del barrio Contador desesperado porque al lado de su vivienda la empresa Rappi, dedicada a los domicilios, montó un punto de distribución que surte a decenas de repartidores en moto y, cómo no, a los de bicicletas de motor.
Es tal el desespero de este ciudadano que está pensando en vender su apartamento porque no aguanta el ruido de estos aparatos ni la algarabía que generan los domiciliarios ni el desorden en que se convirtió su vecindario. Debe ser que los responsables de controlar esta situación no tienen un problema similar al lado de sus casas; de lo contrario, muy seguramente ya habrían tomado cartas en el asunto.
Dice este ciudadano angustiado e indefenso lo siguiente: “Vivimos en la ruta que toman las motocicletas y bicicletas para sus servicios de reparto y créame que estamos considerando seriamente vender nuestro apartamento porque, sobre todo los fines de semana, a lo largo de la noche y la madrugada, esas bicicletas transitan con su infernal ruido, alterando el descanso, sin ningún control...”.
¿Por qué ciudadanos como este tienen que soportar tal situación? La respuesta es simple: porque la proliferación de esta actividad se ha hecho sin control. Sin reglas claras. La oportunidad de un trabajo inmediato, la misma pandemia y la mano de obra barata, han contribuido a que el servicio domiciliario se haya convertido en uno de los mayores empleadores del país. Y eso está bien, pero no a costa de los demás. No a costa de la mayoría de conciudadanos que tienen derecho a una vida sana y tranquila.
Las normas urbanísticas no sé qué tan claras sean a este respecto. ¿Se pueden poner puntos de distribución de este tipo a diestra y siniestra? ¿Las normas habilitan las llamadas cocinas secretas en cualquier parte? ¿Existe algún requerimiento específico o alguna garantía para que no se afecte el medioambiente ni la paz en los entornos de tales negocios? Son preguntas que deben resolverse antes de que estos establecimientos sigan expandiéndose sin control.
Que estemos llegando al colmo de que familias enteras sean víctimas de un desplazamiento interno por cuenta del ruido de motos y bicimotos es perturbador. Y lo peor es que estos aparatos van en aumento. No se conocen acciones audaces de la policía ni de la istración para eliminar las bicicletas adaptadas temerariamente con motores hechizos y contaminantes. Por el contrario, ruedan orondas, violando normas, invadiendo espacios, contaminando y acabando con la tranquilidad ciudadana. Y todo el mundo callado. Bueno, no todos, la gente está hablando. ¿Quién la escucha?
ERNESTO CORTÉS FIERRO
EDITOR GENERAL
EL TIEMPO
@ernestocortes28
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