Tuve un sueño en el que viajo en el tiempo. Una especie de Matrix criollo en el que paso de 1979 al 2044 y en ese año recuerdo el 2022. Ciencia ficción mágica colombiana. Juro que no fumé nada. Aunque pensándolo mejor fue una pesadilla. Y como se dice que cuando uno lo cuenta no se cumple, intentaré hacerlo:
“Estoy en la mesa de mi casa en 1979. Era una niña. Oía los sonidos de la cocina y sentía los olores que emanaban de las ollas. Julia, mi mamá, servía su famoso ajiaco. Era espesito y reparador, con trocitos de papa, mazorca, crema de leche, alcaparras y pollo desmechado. Al lado, un aguacate cremoso que parecía mantequilla.
Era un sueño dentro de un sueño, ya que de la nada soy una adulta mayor en el 2044, sentada en la misma mesa, pero llena de ausencias. Tengo enfrente un computador, una taza de té vacía, es de noche. Me sacudo y desperezo. Estoy pensando en esa escena de infancia y en la comida casera que poco valoré porque no sabía lo afortunada y privilegiada que era. Escribo sobre las memorias gustativas de la cocina tradicional colombiana, sobre la identidad, historia, ADN y el patrimonio gastronómico del país que ya no existe. Me veo triste.
De pronto paro, intento llevar mi memoria a cuando Disney hizo una película sobre Colombia que se llamó Encanto. Y comienzo de nuevo a narrar, sin parar de teclear, sobre los turistas que llegaron buscando arepas con queso y el ajiaco que en ella mostraban. Cuento que los pobres se devolvían muy aburridos sin probarlos ya que eran platos en vías de extinción, como tantos otros. Es un texto desordenado, lleno de notas, recuerdos, anécdotas, fechas y datos.
No se podía comprar papa, pollo, mazorca porque eran tan altos sus precios para producirlos y venderlos que los campesinos dejaron de sembrarlos y criarlos
Ahora leo lo que escribo en la pantalla: “En ese entonces –hay un asterisco que dice ‘finales de 2022’– no se podía comprar papa, pollo, mazorca porque eran tan altos sus precios para producirlos y venderlos que los campesinos dejaron de sembrarlos y criarlos. Comenzó una migración del campo a las ciudades. Las tierras fértiles se convirtieron en desolados potreros”. Me detengo, tomo agua. Escribo sobre la crisis de hambre, dada por los altos precios y escasez de los alimentos, que comenzó a principios de 2022, un año que pintaba optimista, porque terminaba el drama de una cruel pandemia que nos azotó.
Sentencio en negrillas: “Creíamos que el país iba camino a volverse más productivo y lleno de oportunidades. Eran tiempos electorales, había esperanza. Se decía que Colombia era una despensa de alimentos para el mundo. Todo se fue al piso. Los productos básicos de la canasta familiar se volvieron inalcanzables. Reinaban el hambre, el caos y la inseguridad. A los gobernantes los cegó la ambición, solo les importaba el poder, peleaban entre ellos y abandonaron al pueblo. La salud, por la desnutrición y deficiente alimentación, estaba deteriorada. Era un país desolador”.
Estoy agitada, me despierto sudando, es la madrugada de hoy domingo 27 de febrero. Miro por la ventana y pienso: éramos felices y no lo sabíamos. Hago café y respiro profundo.
Buen provecho.
MARGARITA BERNAL
Para EL TIEMPO