En la primavera de 1998 tuve que viajar a
Buenos Aires para hacer algunas notas previas al
Mundial de Francia. Y en medio del ajetreo decidí escapar para buscar al escritor que había marcado buena parte de mi vida:
Ernesto Sabato.
Tomé dos veces el destartalado y maloliente tren de General San Martín para llegar hasta Santos Lugares, la ciudad donde vivió casi toda su vida, pero nunca lo pude ver.
Me paré frente a su casa en la calle Langeri, una construcción blanca con pedazos de ladrillo amarillo sin pintar, tapada por las plantas silvestres de su antejardín. Hablé con sus vecinos. Me hice amigo del señor de la tienda del lado. Toqué muchas veces un timbre que me quemaba el dedo —por algún corto, o por algún artilugio de Sabato, lanzaba unos corrientazos que parecían hechos para evitar visitantes— y siempre atendió la puerta una señora amable y distante que no se cansó de decir que no estaba.
No me rendí. En mi tercera visita, decidí dejarle una nota diciéndole que volvería al día siguiente en las horas de la tarde, que era colombiano y que solo quería escucharlo un rato. Le anoté que había recorrido casi 5.000 kilómetros con la ilusión de conocerlo y que ahora los 40 minutos que separaban mi hotel de su casa no iban a ser impedimento para lograr mi objetivo. Ya había estudiado sus movimientos, sus hábitos y sus costumbres y sabía que no era amigo de recibir vistas.
Al otro día llegué temprano a inspeccionar el lugar. Mi amigo de la tienda me dijo que lo vio salir con el perro y que debía regresar para almorzar. Me parqueé frente a su casa y lo esperé en medio de un frío insoportable. Una hora después apareció con un amigo y lo abordé.
—¿Usted es el colombiano de la nota? —me dijo.
—Sí, señor. Soy yo. Para mí es un honor y un placer conocerlo.
—Cuando me conozca ese placer no lo va a ser tanto —me dijo el autor de El túnel—, si quiere coma algo por ahí y nos encontramos en esta puerta a las tres.
Pasaron más de dos horas interminables donde repasaba cada pregunta que le iba a hacer y cada recuerdo de sus libros. Cuando llegó la hora, me agarró del hombro de forma cariñosa: “No me gusta recibir gente en mi casa y menos ahora que Matilde está enferma, pero ya que viene de un país que quiero tanto… dígame, ¿qué quiere?”.
En ese momento salió el sol y empezó uno de los ratos más alucinantes de mi vida. Iban a ser 15 minutos, pero nos quedamos juntos un par de horas maravillosas, primero caminando y luego sentados en un parque. El hombre que lo acompañaba siempre vigiló nuestra conversación. No recuerdo muy bien lo primero que le pregunté, pero el libreto tan minuciosamente preparado quedó deshecho cuando Sabato empezó a hablar y a contarme lo que eran para él las tardes de sol en primavera. Al saber que era periodista deportivo y que conocía algunos de los legendarios famosos de Estudiantes de La Plata de finales de los 60 como Zubeldía, Bilardo, Manera, Pachamé y Ribaudo, que estuvieron en nuestro país, se regó en historias y no paró más. Era furibundo hincha de Estudiantes, sabía de sus hazañas y sus fracasos, iró ese grupo de jugadores y a su técnico, pero también los cuestionó, como era su mundo, “el hombre es dual, en medio de la desesperanza hay esperanza. Son como los gritos de una persona en una torre que se está incendiando, puede que se salve”.
Soy anarquista, francotirador y suelto
Era un enamorado del fútbol porque en él se concentraban todas las escancias del hombre, las que tanto menciona en sus obras. “Soy anarquista, francotirador y suelto”. Me contó sobre sus épocas cuando jugaba en el Club Atlético Defensores de Santos Laguna, “si todas las personas jugaran fútbol, este mundo sería mejor”. Cuando se refería al balón cambiaba su expresión, seria, decidida, y se entregaba a la anécdota y el recuerdo.
“Siempre tuve la idea de un socialismo con libertad, no estoy de acuerdo con el supercapitalismo ni con el supercolectivismo. Y esa alternativa se ve en las canchas cuando se juega a la pelota, hay reglas que se respetan, dos bandos, jugadores que pueden crear e improvisar, hay límites y restricciones, dos maneras de encarar el mismo objetivo que es el gol y seres que dejan el alma por obtener la victoria que siempre es del equipo. Así debería ser la vida”.
Me conmovió profundamente escucharlo. Eran palabras de maestro, de papá y de sabio. Todos decían que Ernesto Sabato era hosco, antipático, solitario, vanidoso y pesimista. En sus letras son evidentes sus infiernos, sus sufrimientos, su tragedia, pero en ese parque de Santos Lugares fue un canto a la vida, a la esperanza, a la lucha y a las felicidades también inmersas en su obra.
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“No esperen encontrar en este libro mis verdades más atroces; únicamente las encontrarán en mis ficciones, en esos bailes siniestros de enmascarados que, por eso, dicen o revelan verdades que no se animarían a confesar a cara descubierta”. En 'Antes del fin', escrito como epílogo de vida y como reproche a la existencia, encontramos la más bella ilusión y la mejor disculpa para habitar este mundo con sentido y con conciencia.
Sabato nos enseñó que uno no puede ponerse del lado de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la padecen, nos enseñó que en tiempos de crisis, solo el arte puede expresar la angustia y la desesperación del hombre, ya que, a diferencia de todas las demás actividades del pensamiento, es la única que capta la totalidad de su espíritu, y también nos enseñó que aunque es terrible comprenderlo, la vida se hace en borrador y no nos es dado corregir sus páginas.
Sabato fue primero físico y después escritor. Fue primero escritor y después pintor. Fue primero pintor y después poeta. La literatura lo salvó de los dos motores de la civilización de su tiempo: el dinero y la razón. La pintura lo transportó del mundo racional al irracional. Y la poesía lo rescató de la cárcel del infierno a donde lo llevó la escritura.
No creo mucho en un escritor que no es capaz de tener piedad por sus criaturas
Uno de los muchos libros destruidos por él fue La fuente muda, que tenía el mismo nombre de un poema de Antonio Machado, a quien adoró. Dijo que por fortuna nunca se sacó porque era más ‘imperfecto’. Sabato solo público tres novelas, El túnel, Sobre héroes y tumbas y Abaddón el exterminador, y siempre pensó que eran demasiadas. “No creo mucho en un escritor que no es capaz de tener piedad por sus criaturas”.
Descubrí a Ernesto Sabato con 'El túnel', originalmente publicado en 1948, un libro que se lee de un solo tirón. En las dos primeras líneas se sabe cuál es el asesino y quién la víctima porque el protagonista lo relata. La historia, tremendamente existencialista y narrada en primera persona, se recorre con ironía por la amargura y el amor convertido en odio. Lo publicó por darle gusto a su esposa Matilde.
Trece años pasaron y apareció 'Sobre héroes y tumbas', su novela más importante y la encargada de universalizarlo. “En ese tiempo seguí explorando ese oscuro laberinto que conduce al secreto central de nuestra vida, hasta que desalentado por los pobres resultados terminaba por destruir los manuscritos”. Sus amigos lo indujeron a publicarla. En ella indaga sobre las verdades más atroces del hombre y reflexiona sobre la historia argentina. Todo a lo largo de la obra se cuelga del pesimismo y se va haciendo negativo y sin salida. Los abismos infernales de la vida son recurrentes en medio de un doloroso surrealismo.
“El sufrimiento es la superioridad del hombre sobre Dios. Donde hay dolor, hay un suelo sagrado”.
Exactamente en la mitad del libro aparece el famoso 'Informe sobre ciegos', que pudo ser otra novela, pero que Sabato siempre calificó de injustificada inclusión. Es altamente subversivo y quiso que su personaje central brillara por su ausencia. Se llama Fernando Vidal Olmos, lo asesina su incestuosa hija, que luego se prende fuego y se quema viva. Narra su gran pesadilla como un vómito aterrador. Es perturbador leerlo, y escribía que era “una atroz fantasía producto de mi enfermiza condición”.
En los últimos 30 años de su vida, Sabato escribió muy poco y se dedicó a la pintura, a muchos autorretratos, a sacar del alma su tragedia. Pintó casi ciego, pero veía mejor la verdad del mundo que cualquiera. Sus ojos fueron el corazón y el pincel su mente. Le supliqué en aquella primavera que me mostrara sus obras, pero me dijo: “Mi basura mental la podés leer en mis libros”. Sus duras palabras eran como caricias suaves del viento y dulces abrazos de conocimiento. “El arte es la única actividad humana que permite exponer la crisis del hombre y permite salvarlo”.
Siguieron muchos ensayos sobre derechos humanos, democracia, cruce de cartas con el Che Guevara, el dolor por su Argentina y la existencia de Dios. Criticó a los políticos, fue enemigo público de Perón, respetó a Evita y siempre estuvo lejos del pensamiento y de la obra de Borges, aunque reconocía su importancia. “La literatura de Borges es de torre de marfil, la mía está más comprometida con el hombre”. Tuvieron encuentros académicos, diálogos, pero el rencor político los alejó. “Con Borges la amistad no es probablemente posible”, decía Sabato, “la demagogia es a la democracia lo que la prostitución es al amor”. Nunca le mencioné el nombre de Borges, entre otras cosas, porque sabía de sus diferencias. Y una era esencial: Sabato disfrutaba el fútbol, Borges lo despreciaba como la mayoría de intelectuales de su época. “¿Quiénes salvan a los hombres?”, dijo en una entrevista en El Gráfico. “Las cosas humanas, las que tienen en el centro al corazón. Y aunque se piense que es una víscera, por algo la gente se muere de un ataque al corazón, porque es un receptáculo de toda la condición humana. Es el que sufre, el que tiembla, el que alienta, lo que se vive en un partido de fútbol”.
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“Me arrepiento de todo y no me arrepiento de nada”, dijo otra vez. Terminando los años setenta consideró algunas obras de García Márquez y Vargas Llosa como destacadas, pero se sentía ajeno a ese nuevo boom que calificaba de “fenómeno literario, publicitario y comercial”.
Volvieron a pasar otros trece años, llegó 1974 y apareció Abaddón el exterminador, su tercera y última novela, apocalíptica, difícil, el mal gobernando el universo, con historias que cuentan la destrucción del hombre y personajes que gritan y callan.
El artista, que siempre fue, surge imponente en medio de su angustia. “No hago dogmas con algo tan sagrado como el arte”. Abandonó la física para escribir por su ansiedad, dejó las letras para pintar su desdicha y dejó este mundo para santificar la ilusión que nunca aceptó, pero que siempre tuvo. Pensó que “la tierra va en camino de transformarse en un desierto superpoblado”, que la tecnología arrasará con las personas y que la dignidad de la vida humana no está prevista en ningún plan de desarrollo y de globalización.
Los tres textos finales de su producción son su testamento. En Antes del fin, publicado en 1998, presagiaba la muerte. Sentía que ya tenía el boleto para su partida y que debía dejar una voz de esperanza sin violentar su más íntima escancia. Pero el tren de la eternidad hizo una parada y escribió La resistencia en el año 2000. Ya no tenía el control de los teclados y recurrió a su fiel secretaria, Elvira González Fraga, para terminar las cinco cartas.
Y le quedaba su última estación: una parada técnica en la tierra del Quijote, que fue su obsesión y su dicha, el libro que nunca dejó de leer o soñar, donde comprendió el gran mito que es el corazón del hombre y le dictó a Elvira, porque ya no podía escribir, España en los diarios de mi vejez, un viaje que se hace a su lado y nos atrapa en recuerdos, experiencias, reflexiones y valoración de lo cotidiano.
En la vida todo es útil para un escritor, el sufrimiento es más didáctico que la felicidad
“En la vida todo es útil para un escritor, el sufrimiento es más didáctico que la felicidad. Sufrir enseña mucho y el mundo nada puede contra un hombre que canta en la miseria”, escribió. Con su testamento, en los tres libros finales, no sufrió, alejó sus fantasmas y planteó las dos verdades que siempre proclamó y conoció, la verdad de la ciencia, que no depende de los gustos, y la verdad que proviene del fondo de nuestras almas, que no tiene explicación razonable. Eligió la segunda. Desde joven vivió la zozobra de una libertad que solo encontró con su muerte, que halló cuando el tren arribó a su meta, cuando paró frente a su casa de Santos Lugares en la calle Langeri 3135.
Esas dos horas de generosidad con un indefenso ciudadano se siguen alargando en mi memoria. “He olvidado grandes trechos de la vida y, en cambio, palpitan todavía en mi mano los encuentros, los momentos de peligro y el nombre de quienes me han rescatado de las depresiones y amarguras. También el de ustedes que creen en mí, que han leído mis libros y que me ayudaran a morir”.
Nuestra despedida, sin embargo, no fue tan poética, de un momento a otro me dijo: “Lo va a dejar el tren”. Se levantó de la silla del parque y partió a paso lento, en silencio, con su perro a su guarida; no hubo adiós, ni siquiera tuve tiempo de darle las gracias. Me quedé inmóvil como si hubiera hablado con un fantasma. Y, efectivamente, me dejó el tren.
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CÉSAR AUGUSTO LONDOÑO
Especial para EL TIEMPO