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El libro del mexicano Díaz Álvarez pone de relieve la importancia del testimonio en los conflictos.

Foto:Rodrigo Surrel

Contenido

Noticia

‘Tenemos que encarar el mal y ponerle palabras al horror’: Enrique Díaz Álvarez

Con La palabra que aparece, el escritor y filósofo mexicano ganó el Premio Anagrama de Ensayo 2021. 

Diego Felipe González Gómez

Bogotá

Hay madres que buscan la voz de sus hijos en el desierto, madres que quieren encontrar los huesos de sus desaparecidos, madres que no quieren que la muerte se quede en cifras. Hay madres que buscan un testimonio, una explicación. ¿Quién fue? ¿Quién los mató? ¿Quién dio la orden? Estas madres pueden estar en Argentina caminando por la plaza de Mayo o en Colombia pidiendo justicia por los mal llamados ‘falsos positivos’. También en México recorriendo el desierto de Sinaloa, como la que puede verse en la foto de portada de 'La palabra que aparece. El testimonio como acto de supervivencia', del escritor mexicano Enrique Díaz Álvarez.
Este texto, ganador del Premio Anagrama de Ensayo en 2021, indaga y busca comprender esa relación tan compleja que se da entre la palabra y la violencia. Y como los buenos ensayos, no trae sentencias: cada capítulo es una ventana hacia nuevas preguntas. ¿Por qué habría que escuchar al victimario, al perpetrador? ¿Hasta dónde el testimonio puede ser un acto de justicia y reparación? ¿Por qué es tan importante para una sociedad contarse sus tragedias y sus guerras?
Díaz Álvarez, profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Unam, crea una especie de relato coral que se aleja de las grandes gestas, de las miradas maniqueas y de esa idea del gran héroe. A través de historias sobre la conquista de México, de la guerra civil española, de la guerra contra el narcotráfico o de una relectura de la Ilíada, abre la senda para examinar un interrogante tan absurdo pero tan pertinente como ¿por qué nos matamos? Para ello recurre a filósofas, o pensadoras, como Simone Weil, Hannah Arendt, María Zambrano o Cristina Rivera Garza. Porque este ensayo también es una apuesta por buscar respuestas más allá de las voces de siempre.
Uno de los puntos centrales de su libro es la importancia de escuchar el testimonio de los victimarios. ¿Por qué considera que debemos conocer la versión de estos que en el papel son ‘los malos’?
El libro nace de una necesidad, de una pulsión por comprender y ponerle palabras a la violencia en México desde el 2006. Sobre todo porque hemos llegado a un punto en que nos hemos acostumbrado a imágenes atroces, a historias atroces y a cifras atroces. Esto nos ha llevado a un punto en que para comprender esa violencia ya no solo necesitamos el testimonio de las víctimas o de los familiares de las víctimas, que es en lo que nos hemos volcado algunos sectores de la academia, el periodismo, la literatura, el cine y el arte contemporáneo. Si bien debemos seguir visibilizando el testimonio de las víctimas, eso ya no basta. Para comprender el horror, el mal, llámalo como quieras, nos hemos visto impelidos a aproximarnos a la otra figura: la del victimario. Es importante salirnos de esos relatos impolutos de buenos y malos. Debemos acercarnos a quien sufre el daño, pero también a quien lo provoca.
Como el caso del piloto que participó en las operaciones para lanzar la bomba atómica en Hiroshima...
Sí, que es algo increíble, un héroe que se siente villano. Este caso refleja que las cosas muchas veces son más complejas de lo que reproduce el relato oficial. La historia de Claude Eatherly, el piloto que participó en el bombardeo de Hiroshima, es la muestra de un héroe que renegaba todo el tiempo de serlo y cuyas acciones van en contravía de lo que se asume deben hacer los buenos. Relatos como estos los encontramos en la historia más reciente. Por ejemplo, en México me interesan varios ejercicios desde la literatura, el cine y la academia que se han acercado al testimonio de los perpetradores, de los victimarios. Lo que nos revela es un afán no de justificar la violencia, sino de comprenderla. En el caso de los sicarios en México tenemos que escuchar lo que tienen que decir estos jóvenes de 11, 12, 13 o 14 años. Aunque nos incomode y nos indigne, debemos oír esas voces. Tenemos que encarar el mal y ponerle palabras al horror.
Hablando de victimarios, otro tema que trata en el libro es por qué hay una especie de fascinación con estas figuras del mal. Este modelo del narco como personaje para seguir. ¿Cuál es la verdadera consecuencia de estas figuras y por qué siguen teniendo esa aceptación social y difusión mediática?
El libro es publicado por la editorial Anagrama

El libro es publicado por la editorial Anagrama

Foto:Archivo particular

Porque reflejan lo que somos y está anclado a esa vieja idea del relato heroico, de los relatos de los grandes hombres, los más fuertes y los más poderosos. Que luego es un espejo a la inversa, en el que se termina idolatrando al villano. Esa fascinación viene porque las  biografías o las series de televisión, que giran en torno a la personalidad de estos grandes capos, nutren ese discurso binario. Pero más allá de esto creo que es una imagen cultivada que responde a la necesidad de una ficcionalización del enemigo por parte del relato oficial. En México esto se hizo evidente con la llamada ‘guerra contra el narco’. Desde que Felipe Calderón la llamó así, de forma irresponsable, hemos visto cómo se intentó implementar este relato por la necesidad de aniquilar a un enemigo. El problema es que son enemigos difusos.
¿Y se convierten en estereotipos para imitar?
Un estereotipo que nos reproducen muchas veces en cierta literatura y que solo sirve para justificar el discurso oficial. Por eso, cuando uno opta por buscar los testimonios de estos sicarios, que son niños, se hace preguntas más complejas: ¿quiénes son? ¿Por qué lo hacen? Porque justamente cuando hablan estas voces, y no estamos ante esas grandes figuras todopoderosas, las fronteras entre buenos y malos se empiezan a perder. ¿Cómo catalogar a esos niños que muchas veces entran a estos grupos armados casi obligados? O ¿cómo catalogar a ese niño que no muestra arrepentimiento porque es la primera vez que se siente respetado y poderoso? Y peor todavía ¿cómo catalogar a ese niño que dice que es la primera vez que alguien lo educó para algo, así sea matar? Eso te afecta y empiezas a cuestionar esos relatos simplistas.
Pensando en esta imagen del héroe, ¿cuáles cree que han sido las consecuencias de escribir la historia guiados por una especie de ataque de testosterona?
El libro que me sirvió para entender eso fue Tres guineas, de Virginia Woolf. Fue un texto muy revelador para entender la cultura del héroe, y de paso la del villano, que ha sido cultivada hace años por un relato que tiene mucho que ver con una masculinidad mal entendida. Siempre nos ha preocupado cómo evitar la guerra, pero es una pregunta que no tiene mucho sentido. De hecho, cuando se la hacen a Virginia Woolf, ella responde que –para empezar– a las mujeres no las han educado para la guerra como a los hombres y que ese culto al héroe es un hábito masculino. Que la guerra es un hábito masculino. En su respuesta señala que mientras más elitista sea la educación, más se educa a los hombres para el ansia de gloria, para la satisfacción del combate, pisar al otro, salir vivo entre muertos. Pero como si esto fuera poco, Woolf también dice: si usted quiere una idea concreta para tratar de evitar los desastres de la guerra, empiece por ver los testimonios visuales, las fotografías de la guerra civil española, por ejemplo. Porque allí están las mujeres, los niños, la población civil que sufre los estragos de la guerra. Si queremos empezar a hacer algo, debemos prestar atención a los testimonios de quien padece la violencia.

Es importante salirnos de esos relatos impolutos de buenos y malos. Debemos acercarnos a quien sufre el
daño y a quien lo provoca.

Enrique Díaz Álvarez

Díaz Álvarez es profesor en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.

Díaz Álvarez es profesor en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.

Foto:Rodrigo Surrel

En el libro usted se pregunta por el pasado y la importancia de cómo recordamos. Sin embargo, una preocupación que sale a flote en muchos de nuestros conflictos es si podemos entender la guerra mientras la vivimos. ¿Es importante la memoria histórica para una sociedad?
Para mí es fundamental. Y creo que Colombia le lleva veinte años a México en ese tema. Ustedes llevan buscando mecanismos de memoria histórica. Algo como el informe final de la Comisión de la Verdad es muy importante, porque viene de la necesidad de hacer frente a la historia en mayúsculas y al relato oficial a través de las pequeñas historias en minúscula y en plural. Aquí se ha puesto al testimonio y a las víctimas en el centro del debate, por la necesidad de armar un relato alternativo que implica escuchar una pluralidad de voces. Esa cuestión coral, que seguro incomoda a varios, es muy importante. Porque no habrá verdad, ni justicia, ni posibilidad de reconciliación y no repetición sin este tipo de ejercicios. Son cuestiones que no solo están en la esfera de lo jurídico, sino en la ética y la política. ¿Cómo recompondríamos el tejido social sin ese tipo de ejercicios? Eso es imposible sin esa forma de escucharnos y hacernos cargo de los errores o de la injusticia y la impunidad tan tremenda que han afrontado nuestras sociedades.
En los intentos por entender nuestro presente la imagen se ha vuelto fundamental. En su libro habla de varios fotógrafos que han reconstruido la violencia actual de México y Colombia a través del arte. ¿Es posible comprender el horror mediante una imagen?
Hoy vivimos en la era del ojo. Estamos sobreexpuestos a una avalancha de imágenes que nos asaltan a diario. El problema es que ese cúmulo de imágenes, paradójicamente, provoca que dejemos de ver y de prestar atención. Esto nos ha llevado a una cierta anestesia. Los trabajos de Jesús Abad Colorado, en Colombia, o los de Fernando Brito, en México, han sido claves para entender qué clase de imágenes y narrativas crear para poder detenernos y pensar sobre lo que pasa a nuestro alrededor. Desde que se inauguró la era del testigo, luego de la Segunda Guerra Mundial, nos preguntamos cómo dar cuenta de la desaparición. O cómo dignificar a las víctimas sin llegar a revictimizarlas con registros morbosos que atentan contra la dignidad de ellas. La respuesta la encontramos en el arte, que es de las pocas cosas que nos hace ver en una época de ceguera.
Frente a las imágenes también está esta obsesión por transmitir todo en vivo. Desde el asesino en el último tiroteo en Texas, pasando por la guerra en Siria o las protestas durante el paro nacional en Colombia. ¿Esta sobreabundancia de testimonios no puede ser nociva?
Ese culto a la imagen y a la visibilidad hace que incluso los perpetradores transmitan masacres en tiempo real, como la que se dio en Texas hace unos días. Pero también hace que hoy las guerras sean distintas. Antes la imagen nos llegaba cuando la guerra acababa, hoy la vemos en vivo y en directo. Vemos que por más que Vladímir Putin diga que las bombas que se lanzan sobre Ucrania no caen en lugares donde hay civiles, las imágenes nos muestran lo contrario. Las guerras hoy también son guerras de imágenes y Volodímir Zelenski es un maestro de esto. Los atacantes ya no pueden evitar que se vean sus acciones gracias a esta nueva dinámica de información.
Su ensayo también es un llamado a la lectura, a entender la vida de los otros a través de los libros. ¿Qué papel juega la literatura en nuestras sociedades? Así parezca que es un arte cada vez más relegado.
Parto de la idea de que la literatura es una forma de conocimiento, más en nuestros contextos históricos. Hay que ver que hasta los escritores del Boom fueron los únicos que en momentos de censura se acercaron y buscaron retratar esa figura de los dictadores para denunciar los autoritarismos del siglo XX. Novelas como las de Roa Bastos o 'El coronel no tiene quien le escriba' y 'El otoño del patriarca' nos aproximan a lugares donde muchas veces no quiere o no puede llegar la historia, y nos exigen imaginar. Ahí es cuando digo que la imaginación tiene una vocación política y va contra ese relato neoliberal de que las artes y las humanidades sobran, están de más o son decorativas. No es así. En contextos de violencia, un acto tan simple como leer es una operación transgresora que te permite acercarte a otros en una época de muros y fronteras. Nos permite ponernos en el lugar de otras personas que en muchos casos te han enseñado a odiar o a desconfiar de ellas. La gran literatura nos acerca a la complejidad de lo humano. Si los relatos oficiales son este binarismo de malo o bueno, un poco caricaturesco, la gran literatura nos acerca a los matices, a la complejidad de las contradicciones del ser humano. Y eso incomoda, pero a mí me gusta esa literatura que incomoda. Eso pasa cuando lees 'Los ejércitos', de Evelio Rosero, o cuando entiendes la figura del sicario leyendo a Vallejo en La virgen de los sicarios. Ese desasosiego, esa violencia que puede parecer lejana, la sientes en carne propia y te obliga a levantar la cabeza. Te afecta.
Algo muy interesante del libro es que gran parte de sus referentes son mujeres. Casi que su sustento teórico, por llamarlo de alguna forma, viene de filósofas. ¿Qué encontró en estas voces?
Fue algo que salió de forma inconsciente. Pensadoras como Simone Weil, Virginia Woolf, Judith Butler o Hannah Arendt son las que más me entusiasman y me parecen muy potentes. Me he dado cuenta de que esto extraña a mucha gente, porque no es lo común. El canon filosófico sigue excluyendo a muchas pensadoras, pero las que me echaron luz para comprender la violencia fueron ellas. De hecho, hay una frase de Arendt que para mí fue fundamental. En la introducción de su libro 'Hombres en tiempos de oscuridad' dice: “En época de oscuridad todo el mundo tiene derecho a cierta luz”. Esa luz no viene de las grandes categorías, y lo dice una filósofa del tamaño de Arendt. La luz viene, para ella, de esas historias minúsculas de cómo las mujeres y los hombres se enfrentaron al destino de su vida. Historias que luego Svetlana Aleksiévich retoma en sus libros, por ejemplo. Al final, creo que son las que más le han prestado atención a romper esa dicotomía entre razón y emoción. Nos han llevado a pensar, como lo ha hecho María Zambrano, en la necesidad de la razón poética, porque la razón fría muchas veces no alcanza por sí sola. Para poder explicar o aproximarnos al horror y al mal tenemos que entender que es una cuestión del cuerpo, del afecto; el daño y la violencia se inscriben en el cuerpo. La posibilidad de reconocer la vulnerabilidad común está ligada a la posibilidad de afectarte por el daño, por la pérdida, y esa clase de reflexión política en torno a los afectos ha sido mucho más fuerte en pensadoras que en pensadores.
Usted cree que el testimonio o el lenguaje pueden ayudar a consolidar procesos de paz y reconciliación. ¿En qué medida el testimonio también tiene que ver con la justicia, por fuera de esos paradigmas de venganza?
El testimonio en sociedades como las nuestras –con esos grados de violencia y violación de derechos humanos tan escandalosos y patológicos– hay que entenderlo como una forma de acción política. A diferencia de la anécdota, o de otro tipo de formas de decir, el testimonio nos convoca. Cuando alguien te da su testimonio está ofreciendo una verdad afectada, nos hace corresponsables y es muy difícil mirar hacia otro lado. Tenemos que hacernos cargo y cuidar eso que nos cuentan las personas que se ven afectadas por la violencia, pero también entender cuando quieran guardar silencio o no quieran recordar. Hay que pensar en esos relatos corales, en la necesidad de registrar y crear un archivo para reconocernos, que nos permita valorar el testimonio como acción. En muchos casos solo queda la palabra, y las víctimas la toman como una forma de resistencia.
DIEGO FELPE GONZÁLEZ GÓMEZ

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