Nació muerto el muy polémico y de muy confusas paternidades proyecto que pretendía crear una especie de ‘supersala’ en la Corte Suprema para –según sus autores– romper la impunidad en los procesos de corrupción en Colombia. Y no sobrevivió semejante iniciativa porque el Gobierno –que según fuertes versiones no veía con malos ojos el nuevo Frankestein jurídico– se apartó de ella por completo en medio del escándalo y la indignación de las más altas cabezas de la justicia ante lo que el Fiscal General llamó “puñalada” contra la institucionalidad colombiana.
Aún están pendientes muchas claridades sobre cómo se cocinó semejante propuesta, a la que ‘aportaron’ de la UTL de un importante congresista del Pacto Histórico. Propuesta, además, que recoge la idea de campaña del presidente Petro (que, según Casa de Nariño, él aún está analizando) de convocar una Comisión Internacional Contra la Impunidad similar a la que operó en Guatemala con participación del hoy ministro de Defensa, Iván Velásquez.
Son ideas que no parecen aisladas de un discurso que trata de negar que en Colombia hay un aparato judicial que puede tener sí muchas fallas, pero que está lejos de las institucionalidades colapsadas
Acudiendo a la siempre redituable, en términos de ruido político, práctica de agitar las banderas anticorrupción, los fallidos padres de la ‘supersala’ planteaban una serie de ideas que en esta ocasión no tuvieron vuelo. Pero son ideas que no parecen aisladas de un discurso que trata de negar que en Colombia hay un aparato judicial que puede tener sí muchas fallas, pero que está lejos de las institucionalidades colapsadas de Venezuela, Nicaragua o la Guatemala de los días de la Cicig que presidió Velásquez.
Claro que tenemos un gran problema de corrupción. Pero pretender desconocer todo lo que hizo la justicia en episodios como la narcopolítica, la parapolítica, el escándalo de Odebrecht y el ‘carrusel’ de la contratación en Bogotá, que mandaron a la cárcel a tantos poderosos, es simplemente desconcertante. Salvo que, de nuevo, se trate de promover la narrativa de una institucionalidad fallida y, además, arbitraria.
Y es una narrativa que desafortunadamente se cuela con frecuencia en el discurso del presidente Gustavo Petro. Empezando por su cruzada personal contra las facultades disciplinarias de la Procuraduría sobre los alcaldes, gobernadores y congresistas, que es clave en la lucha contra la corrupción pero que choca con un anacrónico artículo de la Convención Americana de Derechos Humanos. Artículo cuya interpretación ha hecho en casi una docena de oportunidades la Corte Constitucional, defendiendo esas facultades disciplinarias en el entendido de que se ejecutan respetando el debido proceso y que tienen controles posteriores de un juez: el Consejo de Estado.
Y hace tres semanas, a raíz de la condena de la Corte Interamericana de Derechos Humanos contra la Nación por el genocidio político de la UP, el Presidente tuvo una muy desafortunada salida al sugerir que era posible comparar al Estado colombiano con el nazismo en la Alemania de Hitler. Pero además desconoció la larga lista de sentencias de la justicia interna contra los responsables de esos crímenes, y en contra de la Nación que no hizo lo suficiente para tratar de impedirlo.
En 2021, la justicia colombiana pasó uno de sus más duros exámenes: ese año, la Corte Penal Internacional cerró el capítulo que había abierto dos décadas atrás por los graves crímenes ocurridos en el conflicto en el país. Palabras más, palabras menos, lo que hizo la Fiscalía de la Corte Penal fue reconocer que la justicia colombiana estaba, con todos los problemas posibles, pero también con toda la legitimidad, tratando de hacer su tarea.
Una lección nada menor que bien debían tener en mente los vendedores de la peligrosa tesis de que poco o nada de la institucionalidad que hemos construido a lo largo de décadas sirve o es legítimo, y que por eso hay que –parodiando a los ‘paras’ y sus políticos en el famoso ‘Pacto de Ralito’– “refundar la Patria”.
Jhon Torres
Editor de EL TIEMPO
@JhonTorresET
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