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Bojayá: el día de la tragedia y el abandono que se extendió durante 20 años
La masacre no fue el inicio ni el final de espiral de violencia, que sigue en el municipio chocoano.
En el mausoleo de Bellavista, María Aurelia Moreno Mena acaricia la lápida de su hijo muerto en la masacre. Foto: Julián Ríos Monroy. EL TIEMPO
Los motores de la lancha se detuvieron de sopetón frente a un pueblito de casas desvencijadas de madera a orillas del río Atrato, que serpentea la selva chocoana con sus 200 metros de ancho. En una embarcación roja, mucho más pequeña que la nuestra, apareció el dúo vestido de civil.
El hombre de atrás —cabello largo y tatuajes en los brazos— no despegaba su mano del acelerador, mientras su acompañante abordó directa y exclusivamente al lanchero, pese que atrás íbamos otras 11 personas, todas foráneas. Anotó algunas palabras en un cuaderno de hojas rayadas y le ordenó al mechudo dar media vuelta.
Entonces, mientras desaparecían, el silencio entre quienes íbamos en la embarcación detenida en ese retén sin talanquera fue tan tenso que se escuchó. Los hombres iban de civil, pero acá, en este tramo perdido entre un tapete verde de árboles frondosos que se extiende por megametros, cualquiera sabe a qué grupo pertenecen. Controlan el río, la tierra y hasta los aires: hay una orden de no volar drones por encima de cierta altura, so pena de que ellos mismos los bajen a punta de bala o hasta con radares, según dicen.
En tierra firme, en los pueblitos que se levantan en las márgenes del Atrato, también son la ley y el orden. Solo es necesario navegar unos pocos kilómetros aguas abajo desde Quibdó, la capital, para empezar a ver grafitis con esas tres letras que significan terror: AGC. Es la sigla de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (el mismo ‘clan del Golfo’, ese que esta semana inició un paro armado que paralizó por lo menos a 88 municipios en nueve departamentos luego de la extradición de alias Otoniel, su cabecilla).
Acá es como si estuviéramos condenados a vivir en guerra
El lunes, en medio de ese calor tan húmedo de la subregión del Atrato medio, un puñado de líderes sociales y representantes de la Iglesia de varios municipios chocoanos llegaron hasta Bellavista Viejo —el casco urbano original del municipio de Bojayá, que tuvo que ser abandonado tras la masacre del 2 de mayo del 2002— y contaron eso que estábamos viendo: que los ilegales mandaban en el río, que nada se movía sin que se enteraran, que la población (una de las más empobrecidas y abandonadas del país) debía pagarles extorsiones.
Pero todo eso, que es suficiente para vivir en una zozobra permanente, parece lo “menos peor” de lo que sufren en esta zona del Chocó: en algunas veredas hay familias enteras que no pueden salir de sus casas ni siquiera a cultivar para comer, por causa de los confinamientos impuestos por los armados, y la comunidad emberá ha enterrado a medio centenar de niños que se suicidan ante el miedo de ser reclutados, la falta de oportunidades y el hambre.
“Acá es como si estuviéramos condenados a vivir en guerra”, dice un bojayaseño que sigue resistiendo a esa violencia que no acaba. Cómo no pensar que es una condena: ¿Acaso no fue suficiente con enterrar a sus hijos, a sus madres y padres, a sus hermanos, a sus compadres? ¿No fue suficiente con tener que recoger sus cuerpos despedazados por la explosión del cilindro bomba enviado por las Farc en medio de ese combate con los paramilitares que pareció eterno? ¿No fue suficiente con tener que esperar 17 años para poder identificar sus restos y enterrarlos dignamente? Suena crudo, y lo peor es que es solo una pequeña parte de lo que han vivido, porque la masacre del 2002 —que le dio la vuelta al mundo y se convirtió en uno de los peores episodios del conflicto colombiano— no fue ni el inicio ni el final de la tragedia.
A orillas del río Atrato, en municipios chocoanos se ven grafitis con la sigla AGC, del ‘clan del Golfo’, que controla la zona. Foto:Julián Ríos Monroy. EL TIEMPO
Tanto es así que este lunes 2 de mayo, cuando los líderes, los curas y los familiares de las víctimas de la masacre de Bojayá se reunieron en el pueblo abandonado para honrar su memoria tras 20 años del hecho, tuvieron que aprovechar que por fin el país y la prensa volvieron a poner sus ojos en la región para alertar de los riesgos que se siguen viviendo. El vocero del comité de víctimas Yuber Palacio —un afro delgado, de voz gruesa y templada— lo resume en una frase corta: “Veinte años después, Bojayá vive su segundo 2 de mayo, su segunda crónica de una muerte anunciada”.
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El ventilador dejó de funcionar desde las 3 de la madrugada, cuando empezó el racionamiento de energía. La mañana de miércoles arrancó con aguacero incluido en Bellavista Nuevo, pero poco o nada disminuye la sensación de calor. Son 27 °C. Las prendas sudan y se pegan al cuerpo. O al menos eso nos pasa a los foráneos.
Sentada en una silla roja de plástico en el anden de la casa, María Aurelia Moreno Mena luce fresca en su vestido azul rey de manga sisa, el mismo que llevaba la noche anterior, cuando nos conocimos. Tiene la piel del color de una uva, las cejas despobladas y una mirada que se desvía fácil. Escarba con sus manos carrasposas el esqueleto de un pescado pequeño para no dejarle rastro de carne y lo complementa con plátano: la dieta de muchos por acá. María Aurelia tenía 40 años cuando el cilindro bomba estalló en la iglesia San Pablo Apóstol de Bojayá. Ese 2 de mayo de 2002 estaba dentro de la construcción —una de las pocas en material— junto a otras 300 personas que se apeñuscaron en los 117 metros cuadrados del templo para resguardarse de las balas de guerrilleros y paramilitares.
Mujeres de Bojayá cargando la imagen del Cristo mutilado, escultura que quedó sin brazos y piernas, como tantos bojayaseños, tras la explosión del cilindro, y se volvió una insignia de la resistencia del pueblo. Foto:Julián Ríos Monroy. EL TIEMPO
Tras la explosión, murieron por lo menos 79 personas (aunque hay quienes dicen que fueron más de 100), entre ellas 48 niños. Argenio Palma Moreno, uno de los nueve hijos de María Aurelia, fue uno de ellos. “Era un negro muy bonito, delgado, de nariz grande. No hablaba mucho, pero era muy trabajador. Desde pequeño dijo que ya podía ayudarme”, dice María Aurelia mientras se soba un pie y mira la calle encharcada.
Me pide escribir el nombre de Argenio en mi libreta y se detiene en cada una de las letras. Aurelia, de palabras tan sabias, no sabe leer ni escribir —situación en la que están casi 2 de cada 10 habitantes del Chocó—. Dice que no recuerda la edad exacta de su muchacho y se levanta de la silla para caminar las dos cuadras que separan a su casa del mausoleo del pueblo y verificar el dato. Es un panteón de 25 bóvedas a lo largo por tres de alto y, al frente, en un solo nivel, otras 24. Todas las lápidas son en mármol y llevan el nombre de la víctima, la fecha de nacimiento y fallecimiento y una frase. Todas, excepto una, dedicada a las víctimas sin establecer: “De la mano de Dios y la ayuda de la ciencia, los identificaremos”, dice la lápida.
Aurelia se para frente a la lápida de su muchacho, que le arrebataron a los 15 años, y le habla. Desliza la mano hacia abajo, se agacha hasta ponerse de rodillas y mira la bóveda de su madre, María Eusebia Mena Chaverra, también muerta en la iglesia tras la explosión. “Yo fui de las que exigí que los sacaran de esa fosa común, que identificaran a nuestros familiares y nos los trajeran acá. Podrán estar muertos, pero yo vengo a hablarles, a agradecerles y a pedirles todos los días”, dice mientras acaricia la lápida.
Yo fui de las que exigí que los sacaran de esa fosa común, que identificaran a nuestros familiares. Podrán estar muertos, pero yo vengo a hablarles, a agradecerles y a pedirles todos los días
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Bellavista Nuevo parece sacado de otro departamento. Ese casco urbano, que construyó el Estado a dos kilómetros del pueblo destruido por la masacre, es de los pocos del Chocó donde la mayoría de casas está construida de cemento y no de tablas de madera. Hay polideportivo con cancha sintética, un auditorio que sirve de teatro y, en obra, un hospital con el que esperan que se acabe otro de los dramas del pueblo: que los enfermos se mueren sin atención o en el río, camino a Quibdó. También tiene calles cementadas: toda una paradoja en un lugar sin carreteras que interconecten, al que no hay forma de llegar si no es por aire o por río.
Eso es de un lado del pueblo, porque del otro, más cerca del Atrato, donde están asentados los indígenas emberás, las casas –varias palafíticas– siguen siendo de tabla.
En Bellavista Nuevo vive apenas el 10 por ciento de los habitantes de Bojayá: 1.285 de los 12.380. En todo el pueblo hay 5.578 afros y 6.802 indígenas. En Bellavista Nuevo se siente menos la violencia y el abandono, pero se vive con zozobra, como en todos los municipios de esta región olvidada atravesada por el río.
Un soldado hace presencia en Bellavista Viejo, el casco urbano abandonado, donde se conmemoró la masacre del 2 de mayo. Foto:Julián Ríos Monroy. EL TIEMPO
Puede que de vez en cuando se aparezca por esas mismas aguas una lancha piraña de la infantería de Marina de las Fuerzas Militares, pero acá no es un secreto que es el ‘clan’ el que tiene el control del Atrato, un “importante corredor de comunicación para el movimiento y abastecimiento de tropas armadas y el tráfico de armas e insumos para la cadena productiva de la coca”, advierte una alerta temprana de la Defensoría del Pueblo que detectó al menos seis infracciones del Derecho Internacional Humanitario en la zona.
Alertas de ese mismo tipo se conocen hace décadas en la región, pero lo único que cambia son los señores de la guerra. Ahora, el territorio se lo disputan los integrantes del ‘clan del Golfo’ y la guerrilla del Eln; 20 años atrás, lo hacían los de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc) enfrentados a los de las Farc.
Y acá ya pocos confían en que las cosas cambien. El martes, un día después de la conmemoración de la masacre, los principales periódicos del país tenían en sus portadas la fotografía de las mujeres de Bojayá cargando la imagen del Cristo mutilado (quedó sin brazos y piernas, como tantos bojayaseños, tras la explosión del cilindro, y se volvió una insignia de la resistencia del pueblo).
Allí aparecía, con esa mirada tan penetrante, Rosa Mosquera, una de la s lideresas del pueblo. Cuando le mostré la primera plana, ni siquiera se inmutó. Su expresión encierra un drama que acá comparten casi todos: “Eso es de todos los años, pero vea, acá todo sigue igual”.