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'En Colombia existe una tradición que hizo aceptable usar la violencia’

El historiador Jorge Orlando Melo habla de su nuevo libro, 'Colombia: las razones de la guerra'. 

Jorge Orlando Melo también es autor de libros como ‘Colombia: una historia mínima’ y ‘Predecir el pasado’.

Jorge Orlando Melo también es autor de libros como ‘Colombia: una historia mínima’ y ‘Predecir el pasado’. Foto: Sergio Correa

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La relación de Colombia con la violencia ha sido como una larga cadena a la que se le ha agregado un eslabón tras otro, casi sin pausa. “En la Conquista era lícito matar indios. En la Colonia, la violencia contra los rebeldes era permitida. En la Independencia era válida para reemplazar al tirano, y en el siglo XIX, para eliminar al enemigo político. En los últimos sesenta años se la ha defendido como legítima para destruir un régimen opresivo y, en respuesta, para defenderse de la respuesta subversiva”.
Cada quien ha defendido su derecho a ejercerla esgrimiendo sus propias justificaciones. Así lo analiza el historiador Jorge Orlando Melo en su nuevo libro Colombia: las razones de la guerra, en el que recorre cada época y los argumentos que en ellas se han usado. El camino que ofrece el libro llega hasta hoy, y plantea una hipótesis optimista –o quizás ingenua, como el mismo autor dice– y es que con el acuerdo de paz firmado en 2016 ya no existen razones para el mantenimiento de la violencia política en el país. Y entonces puede que a esa cadena eterna le llegue su fin.

Es difícil pensar en una violencia justificada, pero es lo que ha pasado a lo largo de nuestra historia...

En Colombia se han expresado muchísimas veces argumentos de justificación de la violencia. Diciendo que es buena, que es justa, legal, necesaria, inevitable. Es uno de los rasgos más fuertes de la tradición colombiana: la normalización y aceptación de la situación de violencia. La idea de “es que me hicieron esto y eso me da derecho a hacer algo parecido”. El derecho a la retaliación, a la venganza.

Usted muestra que esto viene de atrás, se va hasta la Conquista, la Colonia…

Claro, y eso ha facilitado que en otros momentos de la historia, ante una nueva situación de violencia, la gente diga “como siempre nos han tratado así, tenemos que responder de la misma manera”. La memoria del pasado ha servido como argumento para justificar la violencia.

En el recorrido que hace el libro se ven también periodos de paz. ¿Qué ha caracterizado estas etapas?

Aquí ha habido mucha intermitencia, un periodo de violencia, uno de paz, violencia, paz. En el siglo XX, después de mucho conflicto, del año 10 al 47 la violencia fue relativamente escasa. La Conquista también es muy interesante porque al comienzo hubo una fuerte violencia, pero cuando los indios se sometieron a la autoridad española la situación se volvió pacífica. La violencia solo se ejercía hacia el indio rebelde, y cuando se castigaba se hacía de manera aterradora. La aplicación de la ley tenía algo de terror. Y ese es otro aprendizaje muy colombiano: que una forma de buscar que las otras personas no ejerzan la violencia, no cometan delitos, es asustándolos. Eso es algo que se ve en las guerras civiles del siglo XIX, en la guerrilla, en los paramilitares.

En esos periodos de menor violencia política, baja también la violencia privada. ¿Siempre ha existido una conexión tan directa entre ellas?

En el país hay mucha ambigüedad entre violencia privada y violencia política. Por ejemplo, uno tendría que preguntarse si es política la violencia de un empresario rural que contrata a unos matones para que quemen las casas de unos colonos que han invadido su tierra. ¿Eso es violencia política? ¿Es violencia privada?

Parecería privada…

Parecería. Pero está ligada a condiciones sociales y políticas. La violencia privada en Colombia no era muy grande hasta la época del narcotráfico, cuando se generalizó la vida de la delincuencia. A partir de 1970, digamos, se hicieron frecuentes los secuestros por plata, la creación de bandas armadas. Las ciudades se llenaron de armas. Se desató una violencia que creció y que llevó a que desde ese momento hasta fin de siglo murieran más o menos un millón de colombianos. La violencia política y la privada han estado muy conectadas. Y fíjate que la violencia del narcotráfico es esencialmente criminal. Pero después del año 84 se usó para amedrentar al Estado. Otra conexión fuerte entre privada y política es la violencia de los paramilitares, un motivo de defensa privada que veo más político y que además recibió tolerancia oficial.

Desde las primeras páginas descarta el argumento genético, que muchos han considerado uno de los causantes de la respuesta violenta. ¿Por qué?

Porque uno no puede hablar sino de lo que se sabe. Nadie ha podido probar que exista un componente genético en la violencia. El primero que expresó esa teoría, en relación con la violencia colombiana, fue José Francisco Socarrás. Pero ya la habían planteado los conservadores cuando decían que el pueblo colombiano era genéticamente inferior. Creo que todos los seres humanos tienen capacidad para hacer violencia, tienen en sus genes las pulsiones para ello. Lo que las activa es la experiencia de la gente, la cultura. La violencia está estimulada por los valores. Es resultado de una historia.

También puede llegar a persistir al ver que sus causas no desaparecen. Se intentan reformas y, al no producirse, surgen las justificaciones...

El libro Colombia: las razones de la guerra es editado por Crítica.

El libro Colombia: las razones de la guerra es editado por Crítica. Foto:Archivo particular

Partimos de la idea de que hay unas causas que producen esa violencia. Pero esas causas son iguales en Colombia que en Perú, que en Ecuador, donde también hay pobreza, desigualdad social… ¿Y por qué en Colombia ha habido una violencia más larga, una guerrilla más dura? Porque hay condiciones concretas, históricas, que explican esos factores. Por supuesto, uno podría pensar que si ciertos desarrollos que se prometieron se hubieran logrado habría existido menos violencia. Por ejemplo, una democracia más abierta, más inclusiva. Aquí tenemos una democracia que funciona relativamente, pero está basada en una estructura social muy desigual. La mayoría de la población tiene muy poco poder en el esquema democrático. Esta combinación flexible, de democracia y violencia contra la democracia, generó tensiones que llevaron a que la cosa explotara de la peor manera. Y creó otras visiones: que la gente piense que si no le dan lo que pide y no le permiten defender sus reivindicaciones legalmente, puede hacerlo ilegalmente. Llevamos noventa años en los cuales importantes intelectuales colombianos han dicho que para crear una sociedad justa es legítimo usar la violencia. Para mí, ese es uno de los factores que más ha pesado. Las dos grandes narraciones de violencia del siglo XX –de la guerrilla, con el argumento de que se necesitaba usar la violencia para poder cambiar el sistema; de los paramilitares y del gobierno, con la justificación de que la guerrilla era un proyecto subversivo internacional que quería imponer un modelo comunista y que se podía parar dándole bala– se han alimentado entre sí.

Eso de ‘tengo derecho a’, sin importar que se pase por encima de los otros o de lo que sea, también viene de atrás…

El hecho de que se haya aceptado con facilidad tiene mucho que ver con la tradición de la Colonia y la Independencia. Los dirigentes de la Independencia aceptaron el derecho a hacer violencia contra los enemigos en momentos en que no eran enfrentamientos puramente militares. Por ejemplo, Bolívar autorizó masacres de enfermos para aplicar lo que él llamaba la ‘guerra a muerte’. En Colombia existe una tradición que hizo que se volviera aceptable usar la violencia. Este es un país muy contradictorio que ha encontrado la manera de convivir con ambos argumentos al mismo tiempo. La gente de cada lado siente que está actuando decentemente mandando matar.

En las protestas recientes, guardando las distancias, vimos justificaciones de los excesos violentos en cada extremo...

Sí, eso es un patrón que tiene muchos años. Desde el siglo XIX, cada vez que hay una manifestación pública, entre los manifestantes pacíficos va uno que otro violento que no se reconoce ni se controla; y la policía es muy respetuosa, pero siempre hay alguno al que se le va la mano y mata a particulares. El primer caso notable de esto en Bogotá fue lo que se llamó ‘El motín del pan’, en 1875, cuando subió el precio del pan y hubo manifestaciones populares contra panaderos y dueños de molinos; y el más grave en 1894, entre artesanos y Policía. Y eso se repite en los veinte, treinta, setenta, ochenta, noventa... Todas las manifestaciones colombianas son pacíficas, pero todas tienen gente violenta. Hay un patrón establecido.

¿Por eso habla de estas protestas recientes como una versión simplificada de lo que han sido en el pasado?

Una versión menos intensa y con variantes. Ahora hay mucho descontento que tiene que ver con viejas causas, con el desempleo, la desigualdad social, la dificultad de organizar las pensiones, con mil problemas diferentes a los de hace cincuenta años, aunque parecidos. En esas situaciones, la gente descontenta reacciona manifestándose. Pero no hay –y esto lo destaco como uno de los factores por los cuales en Colombia hay violencia– movimientos políticos importantes que representen los puntos de vista de una transformación social en el país. No veo quiénes son esos defensores. La izquierda política fue siempre muy débil, en parte porque se le asociaba con la violencia. Porque la gente dice: ‘si me llegan a atacar, me defiendo’, pero no le gusta que los demás lo hagan. En general, no quieren la violencia.

Usted dice que el acuerdo de paz firmado con las Farc en el 2016 traerá una nueva realidad política. Cinco años después, ¿ya ve señales de esta nueva realidad?

Hoy no hay nadie en Colombia diciendo que la única manera de resolver los problemas del país es con la lucha armada. Eso ya se acabó. Bueno, lo dice el Eln, pero nadie le para bolas. El acuerdo del 2016, con todos sus defectos y problemas de aplicación, va a acabar reduciendo fuertemente la violencia en Colombia. Por otro lado, con el acuerdo del 2004, los paramilitares más o menos llegaron a la conclusión de que el Gobierno era capaz de defenderlos y que no había necesidad de esa forma ilegal de acción. Hoy no hay nadie argumentando la legitimidad del uso de la violencia política. Lo que vamos a vivir son dos o tres o cinco años más de lucha contra las disidencias, un tiempo para que se borren las venganzas que están pendientes y los conflictos que tienen que ver con la droga –que no se va a ir del todo; el negocio de la droga va a seguir generando violencia en varias regiones del país–. Y acabarán por conceder que no hay nada que hacer con la lucha armada, que la política tiene que ser esencialmente basada en procedimientos de paz.

Plantea una hipótesis optimista: que ya no existen argumentos para que las justificaciones de la violencia se mantengan, pero ¿sí seremos capaces de salir de esta realidad que parece sin fin?

Por eso agrego una hipótesis pesimista, y es que eso parece que no se va a producir. El cambio social. Lo que sí va a pasar es probablemente que el sistema político colombiano se asemeje más a otros sistemas enquistados de América Latina. Es decir, que entremos a ser como México o Brasil, países que oscilan entre la izquierda y la derecha pero que no ponen en cuestión las bases fundamentales de un modelo económico fundamentado en el enriquecimiento de un grupo pequeño, en la concentración muy alta de ingresos, condiciones legales muy favorables a los empresarios. No hay un modelo alterno, nadie lo ha diseñado, no está representado electoralmente. Incluso los sectores que uno podría llamar de izquierda, tienen quejas y lamentaciones pero no propuestas. Por eso soy un poco pesimista. No creo que sea fácil formular esas propuestas y poner de acuerdo a la población, que fue lo que se vio en estas recientes manifestaciones: no proponían nada concreto. Los grupos políticos que sigan jugándole a decir que son pacifistas pero permitan que quienes los respaldan usen la violencia van a ser rechazados por la gente. El respaldo va a requerir grupos que sean consistentemente defensores de la acción política legal y pacífica. Eso toma tiempo. Pero el país lo va a aprender.
MARÍA PAULINA ORTIZ
Editora de Lecturas
@mpaulinaortiz 

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