El crecimiento explosivo de las violencias que azotan a Colombia en las últimas décadas ha sido objeto de numerosos estudios –tanto teóricos como históricos y estadísticos–, en los cuales se han identificado y contrastado sus determinantes y los eventos, tensiones, conflictos y las divisiones que caracterizan a la sociedad, entre ellas la paulatina pérdida del monopolio estatal de la fuerza legítima.
Se advierte como común denominador que la guerra lleva consigo sus propios sistemas de valoración, de cálculo, de ritmo y de medida. De allí se desprende que nunca esa máxima expresión de la violencia –el terrorismo– había estado tan presente en la mente de los colombianos como bajo el régimen de la así autodenominada Seguridad Democrática.
La mayoría de los trabajos académicos e informes periodísticos coinciden en resaltar la distante conexión de los hechos de violencia con los problemas más graves del país, así como en la necesidad de analizar las diversas modalidades, la persistencia y el alto grado de violencia política que caracterizan e influyen en sus dinámicas multicausales, muchos de ellos ciertamente relacionados de alguna manera con factores económicos, sociales, la geografía, la etnia, las tradiciones y la religión.
Y, como corolario, los malos gobiernos, incompetentes o sectarios de la derecha ortodoxa desde Laureano Gómez, los Pastrana (la Sagrada Familia) hasta Álvaro Uribe Vélez y su discípulo Iván Duque (a quien se atribuye el incumplimiento de la implementación del proceso de paz de 2016, y en cuyo mandato han sido asesinados 1.184 líderes sociales y excombatientes de las Farc, firmantes del acuerdo de paz –ver informe de la ONU–), porque la izquierda nunca ha gobernado a Colombia –salvo en los mandatos encarnados por estadistas modernos, en figuras de la talla de José Hilario López, Enrique Olaya Herrera, Alfonso López Pumarejo, Eduardo Santos y Carlos Lleras Restrepo, ejemplos de ética pública y democracia avanzada en su época–.
Varios investigadores señalan a la injusticia social –con sus correlatos de pobreza multidimensional y miseria– y a la ausencia del Estado, medida no solo en ausencia de las instituciones, sino en la falta de políticas públicas como factores esenciales en las dinámicas generativas de la violencia, en todo lo cual se puede advertir la falta de estructuración colectiva de un proyecto viable y democrático de nación. Bien lo señala el reconocido historiador británico Malcolm Deas en su estudio Dos ensayos especulativos sobre la violencia en Colombia (Tercer Mundo Editores, 1995): “La Fuerza Pública y la Justicia no son sinónimos de presencia del Estado”.
En Colombia, cada año (un arco temporal que nos facilita el análisis conceptual y, al tiempo, descriptivo) se registran crecimientos exponenciales de diversas formas de violencia real y simbólica, pública y privada: de los grupos narcotraficantes, contrabandistas, ‘mochacabezas’ o paramilitares ultraderechistas que han llegado a diversas escalas del poder, delincuencia común, guerrillas, y las violencias intrafamiliar y psicológica.
Localidades distantes que suelen convertirse en escenarios en los cuales prolifera una amplia gama delictual que recorre todo el espectro del sistema extorsivo, el cohecho, el secuestro, el constreñimiento electoral, la irritante concentración de la riqueza en pocas manos, con ausencia de tecnologías igualadoras como potencia eléctrica, agua potable, manejo sanitario, telefonía moderna, sumadas a los desplazamientos forzados de la población que, especialmente, en el sector campesino y en las comunidades indígenas y afrodescendientes terminan cobijados por graves crisis humanitarias.
De acuerdo con los ilustrativos ensayos políticos e investigativos del historiador Jorge Orlando Melo (Colombia: las razones de la guerra Ed. Crítica, 1996), la violencia es uno de los elementos centrales de la historia del país y, al menos desde los años ochenta del siglo XX, algunos académicos y analistas han tendido a pensar que ha sido siempre un rasgo central de la vida colombiana. Al mismo tiempo, la tendencia a ver las violencias recientes como simples prolongaciones del pasado se ha abandonado, pues “son muy claras las diferencias entre unas épocas y otras”.
ALPHER ROJAS C.