Amarillo, azul y rojo Así, no más. Esa es nuestra bandera. La de la patria, la del corazón, la de los afectos, la nuestra, la única.
Amarillo, azul y rojo de nuestra tricolor nacional. La de todas las generaciones y todas las horas. La de todas las regiones, todas las edades y todos los estratos. La de las glorias y las tristezas. La de las más grandes alegrías cuando luce festiva y radiante y también la de las tragedias que ondea, tantas veces a media asta, para recordarnos que, más allá de adversidades, Colombia es invencible.
Amarillo, azul y rojo es la única bandera tatuada en el alma nacional como símbolo de unidad, de colombianidad, de fraternidad y hermandad entre compatriotas.
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Más allá de lo insólito que resultaba perturbar al fatigado expresidente Mujica con una pesada ceremonia en un día en el que lució profundamente molesto, quizás no hayan calculado ni el señor Presidente ni sus colaboradores la indignación que recorrería el país por causa de lo que se percibió como un maltrato a nuestra bandera patria.
Y como un maltrato, peor aún, por parte del Jefe de Estado, que es el primero de todos llamado a honrarla.
Que el señor Presidente se ufane de su pasado guerrillero, allá él. Pero no debería perder de vista que él, según la Constitución, debería propender a encarnar la unidad nacional y no la división nacional, ni la disociación nacional ni la discordia nacional.
Por lo demás, la bandera del M-19 puede representar para algunos un símbolo de rebeldía y para quienes hicieron el tránsito a la democracia sin armas una evocación de luchas. Pero para el grueso de colombianos sigue asociándose con un grupo al margen de la ley que secuestró y asesinó y que, por efecto de las precariedades en materia institucional en la época de su desmovilización, ni contó toda la verdad, ni hubo justicia ni reparó a sus víctimas.
En el capítulo de la verdad, por ejemplo, más allá de algunos testimonios aislados, aún nos deben explicaciones históricas sobre su relación con el cartel de Medellín y con Pablo Escobar, sobre las visitas de cabecillas (distintos a Gustavo Petro) del M-19 a la hacienda Nápoles, sobre relaciones ulteriores con el cartel de Cali y, en general, sobre la sangrienta toma del Palacio de Justicia.
Que el señor Presidente se ufane de su pasado guerrillero, allá él. Pero no debería perder de vista que él, según la Constitución, debería propender a encarnar la unidad nacional y no la división nacional
¿Se asociaron con los carteles para quemar los expedientes de extradición que cursaban en la Corte Suprema de Justicia?
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No quiere lo anterior decir que todos los antiguos integrantes del M-19 hubiesen fungido como amigos de Escobar ni de narcos. No se puede generalizar.
Muchos intelectuales, profesores, estudiantes de la época se enrolaron en el M-19 movidos por el carisma de Bateman, por sus cuentos acerca de la libertad, por la idea de la “guerrilla chévere”, urbana y novedosa que contrastaba con la Farc agraria, rural, distante y brutal en muchas de sus prácticas.
Pero nada de eso le quita, en la cabeza y en el corazón a millones de colombianos, las manchas de narcotráfico y sangre a la bandera del M-19, pues son esos mismos millones de colombianos quienes nunca empuñaron un arma, ni mataron un compatriota ni secuestraron a nadie para perseverar en la búsqueda de un mejor país y para trabajar honrada y pacíficamente para lograrlo.
El precedente es muy inquietante. Por este camino algún presidente en el futuro podría sentirse legitimado para andar entregando banderas de las Farc o del Eln.
En el fondo, y más allá de afiliaciones políticas y procesos de paz, el problema es que las banderas de grupos al margen de la ley terminan estimulando nuevas violencias, nuevos conflictos y nuevos muertos.
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El clamor es claro. Respeten la bandera de Colombia. No ofendan a los colombianos. Y no pretendan que quienes nunca han estado de acuerdo con la violencia, ni con la combinación de formas de lucha, acepten como propia una bandera que sirvió de marco para muchos actos atroces.
¡Nuestra bandera, que no se les olvide nunca, es amarillo, azul y rojo! Y punto.
JUAN LOZANO