Sin lugar a dudas, la salida de Venezuela del presidente electo, Edmundo González, es una victoria de Maduro y, en consecuencia, una derrota para la oposición. Su opción no era la cárcel: hubiera podido permanecer durante meses o años en una embajada en Caracas. Su sola presencia animaría la lucha. Pero su salida puede tener consecuencias muy negativas en la disposición de lucha del pueblo venezolano que quiere hacer valer su contundente victoria en las urnas para sacar a Maduro del poder.
En las filas de la oposición podrían cundir ahora el desaliento, la desesperanza, el desánimo, y disminuir su disposición de movilización y lucha contra la dictadura.
Desde el primer momento Maduro y Cabello ubicaron a González como el eslabón más débil de la oposición. Concentraron en él sus ataques y sus amenazas, lo acusaron de “cobarde”, de “no dar la cara”, de “preparar su fuga del país”. Lo cierto es que al día siguiente de las elecciones González se refugió en la embajada de los Países Bajos en Caracas, y de ahí se fue directo para la embajada de España a solicitar asilo, y a las pocas horas salió del país. Maduro le concedió inmediatamente el salvoconducto para que se fuera: al enemigo que huye, puente de plata.
Históricamente las dictaduras solo caen por insurrección popular, sublevación militar interna, golpe de Estado, tiranicidio o intervención militar externa. La oposición en Venezuela no parece apostarle a ninguna de estas opciones.
La estrategia de Maduro y sus esbirros ha sido dejar sola y aislada a María Corina Machado –el verdadero motor de la rebeldía contra la dictadura en Venezuela–, dejarla sin sus principales colaboradores y líderes. Y lo está logrando. En contraste, la estrategia de la oposición no parece ser muy clara. Al pedir asilo político en España, Edmundo González cometió dos errores. En primer lugar, según las normas internacionales, un asilado político no puede dar declaraciones políticas en el país que lo acoge, ni ser deliberante, ni viajar a otros países a hacer activismo político.
En segundo lugar, escogió el país equivocado: el Gobierno de España ha sido muy condescendiente con la dictadura de Maduro, y su canciller en la sombra, el expresidente Rodríguez Zapatero, es un esbirro del dictador. Cuando De Gaulle salió de Francia a organizar la resistencia en el exterior contra la dictadura nazi que ocupaba su país, no se fue ni para Italia ni para España, cuyos gobiernos eran afines al nazismo, sino para Inglaterra, enemigo jurado de Hitler.
Lo cierto es que González estuvo prácticamente desaparecido los escasos 34 días que duró en Caracas después de su triunfo electoral, y ahora está aún más desaparecido en Madrid. No asistió a la manifestación que convocó la oposición venezolana en el centro de Madrid para apoyarlo, y tampoco a la sesión del Parlamento español donde algunos partidos querían acogerlo y exigirle al Gobierno español reconocerlo como el presidente electo de Venezuela.
Sus dos declaraciones difundidas allí han sido telegráficas, melifluas, dice que “tiende la mano a todos” (¿a la dictadura también?), y hace llamados generales al diálogo (¿con la dictadura también?), no denuncia el fraude electoral ni las sistemáticas violaciones de derechos humanos de la dictadura, tampoco se reclama como presidente electo de Venezuela. En fin, más parecen cartas de despedida y de capitulación que otra cosa. Eso sí, si derriban a Maduro, me llaman y me posesiono.
Insisto en que históricamente las dictaduras solo caen por insurrección popular, sublevación militar interna, golpe de Estado, tiranicidio o intervención militar externa. La oposición en Venezuela no parece apostarle a ninguna de estas opciones. Pero el vacío que ocasionará la persistente ausencia de su candidato vencedor en las elecciones evidenciará aún más su falta de estrategia. Tal y como van las cosas, la única esperanza de los venezolanos parece ser Erick Prince.