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Caos

Un “cambio” requiere acciones disruptivas frente a una determinada estabilidad sistémica.

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Más allá de los aportes de matemáticos como Lorenz, Mandelbrot o incluso James Yorke, desde la filosofía se ha buscado adaptar su contenido para explicar el desarrollo de las interacciones sociales y los efectos que generan las decisiones políticas. En esta materia resulta interesante integrar la teoría de los sistemas del biólogo y filósofo Ludwig von Bertalanffy. Si se asume que los sistemas se pueden desgastar por el paso del tiempo o por su inadecuado funcionamiento –fenómeno conocido como entropía–, es dable pensar que estos puedan pasar de una fase de estabilidad a una de caos para así poderse reorganizar y fundar una nueva etapa de estabilización.

Si se combinan los preceptos de ambas teorías, es mucho lo que se puede entender de lo que pasa en Colombia. Lo primero que hay que decir es que un “cambio” requiere acciones disruptivas frente a una determinada estabilidad sistémica. Fracturar el orden dado, que equivaldría a provocar una situación de caos para poder recomponer un nuevo orden –así sus efectos no sean previsibles–, es el primer paso para derrotar el statu quo.

El problema con el cambio entendido como la fractura de lo existente es que requiere una transgresión que indefectiblemente afectará intereses particulares y generales, máxime cuando no se ha llegado a experimentar una real entropía sistémica. Para ello, adicionalmente, se exige construir una identidad colectiva que remplace a la individualidad consolidada y que permita de esa manera lograr compromisos grupales indeclinables que son a su vez necesarios para alentar la transgresión misma que conlleva la fractura del sistema.
Se requiere una fractura social en su conjunto donde solo puedan coexistir dos polos y visiones opuestas en una suerte de antinomia donde cada parte sea la némesis de la otra.
Esas colectividades leales a la idea del cambio a través de la generación del caos –que por lo demás pretenden asimilarse con el “constituyente primario” así no lo sean–, en el contexto sociopolítico colombiano se alimentarían eventualmente de dos elementos: el odio o la intolerancia frente a quien opine distinto –acto que exige la existencia de un enemigo– y el miedo de que si los cambios no se realizan se sacrificará el bienestar social. Algo parecido a lo que antecede a la cesión completa del poder al Leviatán de Hobbes.

Para que proceda el caos –que no necesariamente es desorden sino un orden no conocido– se necesita atizar la polarización. La fractura entonces no solo es la que se deriva, por ejemplo, del colapso del sistema de salud, del modelo energético, del quiebre institucional, del sector empresarial y de la clase política tradicional. Se requiere una fractura social en su conjunto donde solo puedan coexistir dos polos y visiones opuestas en una suerte de antinomia donde cada parte sea la némesis de la otra. En otros términos, se induce a una entropía para demostrar la necesidad de un “cambio”.

Si en el país se ha comenzado a fragilizar el sistema a través de una secuencia incontrolada de acciones y omisiones cuya combinación apunta a una desestabilización con miras a una transformación, se constata del otro lado, como dato cierto, una oposición débil y amorfa que con facilidad cae en la invitación a la confrontación, y no hace nada más que eso. Con ello, sin saberlo, contribuye a la radical polarización que sirve de caldo de cultivo a la convocatoria de un nuevo orden más allá de la Constitución del 91.

La Colombia de los próximos años bien podrá ser para la filosofía política un caso de estudio sobre la teoría del caos.

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